El cine y yo

Me resulta imposible imaginar mi vida sin el cine. De alguna manera me ha ido conformando en salas oscuras, donde el universo por entero brillaba ante mí y la realidad, la otra realidad, desaparecía milagrosamente para dar paso a una vida ilimitada. Al menos, cuando yo era niño era así.


Uno de los primeros recuerdos que tengo es de pánico y fascinación. La película se titulaba "Jerónimo" y yo tenía tres años. En un televisor en blanco y negro, con una imagen seguramente bastante pobre, aquella película me aterraba y me atraía en partes iguales, y yo sentía que estaba ante algo que me superaba. Desde entonces, mi vida y el cine han ido de la mano.


El cine me nutría de imágenes que abrían mi imaginación como quién abre una ventana a las montañas. El cine me proporcionaba una vida nueva infinita en aventuras y en heroicidades. El cine era un baúl, un escondite y una fuente. En el misterio estaba la plenitud.


El cine eran las sesiones de los sábados a las cuatro; eran las películas para adultos a las que accedíamos antes incluso de llegar a pisar la adolescencia, con el atractivo inmenso de todo lo prohibido; eran las fichas en cartulinas y los recortes de fotografías; eran los estrenos con colas interminables; era la conversación con aquella chica que me atrapó hasta hacerme olvidar donde estábamos... e incluso fue una declaración de amor.


No puedo imaginarme mi vida sin el cine. Nada sería lo mismo. Dejemos pues que pasen ante nosotros, en palabras, imágenes de toda una vida.

lunes, 30 de diciembre de 2013

El discurso del rey



Dirección: Tom Hooper.
Guión: David Seidler.
Música: Alexandre Desplat.
Fotografía: Danny Cohen.
Reparto: Colin Firth, Geoffrey Rush, Helena Bonham Carter, Michael Gambon, Guy Pearce, Timothy Spall, Derek Jacobi, Eve Best, Jennifer Ehle, Claire Bloom.

El duque de York (Colin Firth), segundo en la línea sucesora al trono de Inglaterra, tiene desde niño una marcada tartamudez que le impide desempeñar sus funciones con normalidad, especialmente cuando se trata de pronunciar discursos en público. Tras intentar solucionar su problema recurriendo a diversos especialistas, finalmente el duque se da por vencido. Sin embargo, su esposa (Helena Bonham Carter) no se da por vencida y decide recurrir a un experto en problemas de dicción que le han recomendado, un australiano de nombre Lionel Logue (Geoffrey Rush), cuyos métodos de trabajo son un tanto originales.

Parece que en los últimos tiempos se ha puesto de moda en el cine británico hacer films sobre su monarquía. Primero fue The Queen (La reina) (Stephen Frears, 2006) y poco después nos encontramos con El discurso del rey (2010). Veremos si estas películas inauguran una nueva moda, como antaño pasó los films de catástrofes, por poner un ejemplo.

Normalmente, desconfío de las películas históricas. Suelo albergar, en principio, esperanzas de un buen trabajo y lamentablemente me suelen decepcionar. Y es que parece que el cine, con su servidumbre al espectáculo, está reñido con cierta honestidad argumental. De ahí que no me hiciera demasiadas ilusiones con El discurso del rey. Simplemente viendo algunas imágenes uno se puede hacer una pequeña idea de lo que le espera. Sin embargo, el número de nominaciones a los Oscars, nada menos que doce, y las cuatro recompensas finales (mejor película, dirección, actor principal (Colin Firth) y guión original) parecían otorgarle un plus de confianza.

Como era de esperar, técnicamente la película es impecable. La ambientación está cuidada hasta en el mínimo detalle y tanto la fotografía, con algunas imágenes relamen hermosas, como la puesta en escena resultan perfectas. Ello es algo que, de todos modos, no debería sorprendernos. Cualquier producción que cuente con los medios suficientes y un poco de buen gusto es capaz de alcanzar un buen nivel en estos aspectos. Aún así, la impecable belleza formal de El discurso del rey merece todos mis elogios.

El problema viene a la hora de analizar el argumento de la película y cómo desarrolla unos acontecimientos con base real pero que, sinceramente, me ha costado asimilar como auténticos. Y es que sospecho que las licencias que se ha tomado el guionista son más que ocasionales. No estamos, es verdad, ante una crónica histórica. Se trata de un film comercial además, por lo que es de esperar sin duda cierta dramatización que confiera interés al relato, además de emoción. El problema es que en el guión de El discurso de rey veo una total falta de originalidad. La historia que nos cuentan se podría aplicar indistintamente a una pareja de enamorados en un film romántico al uso o a cualquier otra situación dramática que se nos pueda ocurrir. Y es que el esquema argumental de la cinta, con el primer encuentro problemático del duque y Logue, así como sus previsibles desavenencias, reconciliaciones y éxito final resultan demasiado elementales y siguen un patrón que se ha explotado hasta la saciedad en el cine. La absoluta falta de originalidad del guión, su previsibilidad y el tono tan plano de la historia no me resultaron en absoluto convincentes.

Es más, si me paro a pensar, sólo he sentido un mínimo de emoción en la escena final, cuando el rey es felicitado por su esposa una vez terminado el discurso. Muy poca cosa que viene a demostrar la frialdad y el distanciamiento con el que está contada una historia que termina por imponer su pesada dignidad real a la manera en que Hooper nos cuenta este curioso relato. Ni las referencias a la desgraciada infancia del duque ni el dramatismo del momento histórico que le toca vivir llegan a insuflar emoción a un relato muy frío.

La "inevitable" inclusión de personajes históricos del momento, especialmente la figura de Winston Churchill (Timothy Spall), dio lugar a escenas que no terminaban de parecerme naturales. Es una impresión personal, pero daba la sensación de que estos personajes tenían que estar ahí para dar autenticidad histórica a determinadas escenas, y debían hacerlo como el público se esperaría que lo hicieran, con el puro característico en el caso de Churchill, aunque no viniera a cuento. Es decir, todo tenía que estar en su sitio, aunque el resultado final fuera algo forzado.

Afortunadamente, la película cuenta con un reparto poderoso que logra añadir un plus de calidad a la película. Colin Firth está impecable en su composición y su tartamudez, eje central del relato, resulta absolutamente natural. Pero si tuviera que elegir a un actor por encima del resto, me quedo con Geoffrey Rush, que ya me había encantado en El sastre de Panamá (John Boorman, 2001), y que me vuelve a sorprender con su naturalidad y una presencia llena de carácter. Tampoco quiero dejar pasar la ocasión para alabar el trabajo de Helena Bonham Carter, excelente en su interpretación y que además encarna a uno de los personajes más frescos y más vitales de un film donde prima cierto acartonamiento en las interpretaciones, sujetas a esa supuesta dignidad cortesana tan británica.

Resumiendo, una película de esas que suelen encandilarnos con un impresionante despliegue técnico y de buen gusto, preciosista y ambiciosa, pero que no termina de explotar por culpa de un guión poco original, excesivamente previsible en su desarrollo y al que le falta sentimiento, profundidad y fuerza.




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