El cine y yo
Me resulta imposible imaginar mi vida sin el cine. De alguna manera me ha ido conformando en salas oscuras, donde el universo por entero brillaba ante mí y la realidad, la otra realidad, desaparecía milagrosamente para dar paso a una vida ilimitada. Al menos, cuando yo era niño era así.
Uno de los primeros recuerdos que tengo es de pánico y fascinación. La película se titulaba "Jerónimo" y yo tenía tres años. En un televisor en blanco y negro, con una imagen seguramente bastante pobre, aquella película me aterraba y me atraía en partes iguales, y yo sentía que estaba ante algo que me superaba. Desde entonces, mi vida y el cine han ido de la mano.
El cine me nutría de imágenes que abrían mi imaginación como quién abre una ventana a las montañas. El cine me proporcionaba una vida nueva infinita en aventuras y en heroicidades. El cine era un baúl, un escondite y una fuente. En el misterio estaba la plenitud.
El cine eran las sesiones de los sábados a las cuatro; eran las películas para adultos a las que accedíamos antes incluso de llegar a pisar la adolescencia, con el atractivo inmenso de todo lo prohibido; eran las fichas en cartulinas y los recortes de fotografías; eran los estrenos con colas interminables; era la conversación con aquella chica que me atrapó hasta hacerme olvidar donde estábamos... e incluso fue una declaración de amor.
No puedo imaginarme mi vida sin el cine. Nada sería lo mismo. Dejemos pues que pasen ante nosotros, en palabras, imágenes de toda una vida.
Uno de los primeros recuerdos que tengo es de pánico y fascinación. La película se titulaba "Jerónimo" y yo tenía tres años. En un televisor en blanco y negro, con una imagen seguramente bastante pobre, aquella película me aterraba y me atraía en partes iguales, y yo sentía que estaba ante algo que me superaba. Desde entonces, mi vida y el cine han ido de la mano.
El cine me nutría de imágenes que abrían mi imaginación como quién abre una ventana a las montañas. El cine me proporcionaba una vida nueva infinita en aventuras y en heroicidades. El cine era un baúl, un escondite y una fuente. En el misterio estaba la plenitud.
El cine eran las sesiones de los sábados a las cuatro; eran las películas para adultos a las que accedíamos antes incluso de llegar a pisar la adolescencia, con el atractivo inmenso de todo lo prohibido; eran las fichas en cartulinas y los recortes de fotografías; eran los estrenos con colas interminables; era la conversación con aquella chica que me atrapó hasta hacerme olvidar donde estábamos... e incluso fue una declaración de amor.
No puedo imaginarme mi vida sin el cine. Nada sería lo mismo. Dejemos pues que pasen ante nosotros, en palabras, imágenes de toda una vida.
sábado, 7 de diciembre de 2013
Un largo adiós
Dirección: Robert Altman.
Guión: Leigh Brackett (Novela: Raymond Chandler).
Música: John Williams.
Fotografía: Vilmos Zsigmond.
Reparto: Elliott Gould, Sterling Hayden, Nina Van Pallandt, Mark Rydell, Henry Gibson, David Arkin, Warren Berlinger, Jim Bouton.
Terry Lennox (Jim Bouton), tras una discusión con su esposa, acude a casa de su amigo, el detective Philip Marlowe (Elliott Gould), y le pide que lo lleve esa misma noche a México para cambiar de aires por unos días. Al regresar a Los Ángeles, Marlowe recibe la visita de la policía para interrogarle sobre el paradero de su amigo Terry.
Un largo adiós (1973) supone un original y personal intento de Robert Altman de rejuvenecer el género negro, con la adaptación de la última gran novela de uno de los mitos de la novela negra, Raymond Chandler. Para ello, Altman decide llevar la acción, que en la novela transcurre en los años cincuenta, a la época en que se rueda la película. El resultado es un film tan peculiar como esa dichosa década.
Para empezar, advertir que la película es una versión muy libre del relato de Chandler. Puede que ello moleste a los puristas, sin embargo creo que Robert Altman, como creador, tiene derecho a interpretar la novela como mejor le parezca. Y a los espectadores, claro está, aceptar o no ese trabajo.
Un largo adiós tiene, como no, todos los elementos del cine negro clásico: el detective, un tipo marginal y perdedor, cínico y solitario; tiene la típica mujer fatal, si bien aquí en muchos momentos va de víctima, con lo que cuesta descubrirla; están los malos, aunque no parece que asusten tanto como otras veces; y hay alcohol, mucho tabaco, drogas, dinero sucio, una trama que no se aclarará hasta el final... en fin, todo para fabricar un cóctel al uso. Pero como estamos en los años setenta y estamos hablando de Robert Altman, los elementos están ahí, pero el cóctel no sabe igual.
Por un lado, Altman sustituye el clásico blanco y negro por una fotografía en technicolor, más acorde con la época actual y con el ambiente soleado de California. Pero ello es un detalle tal vez menor. Lo realmente novedoso y transgresor es que la intriga deja de ser el elemento primordial de la película. De hecho, durante gran parte de la historia casi nos olvidamos de qué está investigando realmente Marlowe, o nos preguntamos qué rayos hace buscando a un escritor alcóholico en medio de un grupo de chalados. Y es que Altman decide dejar la trama aparcada durante bastantes minutos para recrearse en la figura de Marlowe. Éste no es el detective inteligente y duro al que estábamos acostumbrados; sigue siendo un perdedor, fuma como un descosido (homenaje a Bogart, sin duda), pero se va a comprarle comida a su gato a las tres de la madrugada, para volver con unas latas que el felino detesta. Y no sólo este detalle de la comida del gato nos indica el enfoque que da el director al film, hay muchos más detalles que nos muestran el camino elegido por Altman: las vecinas medio desnudas y colgadas del detective, los matones desnudándose, el guarda de seguridad imitando a las estrellas de cine... y, naturalmente, una cascada de conversaciones entrecortadas, discursos arrojados sin previo aviso y pequeños chistes aquí y allá que van rompiendo el molde clásico para servirnos un film muy peculiar donde, como decía, en algunos momentos llegamos casi a olvidar que se trata de cine negro. Y ello tiene la culpa de que la trama propiamente dicha se quede un tanto desdibujada, sin la fuerza que hubiera sido necesaria para que fuese el motor de toda la película.
Y también la puesta en escena de Robert Altman derrocha originalidad y estilo. El director realiza una labor muy personal que, sin embargo, funciona. Es un estilo a veces extraño, pero que sabe combinar muy bien con los decorados y las secuencias, de manera que no entorpece el desarrollo de la película y, al tiempo, le da un toque muy personal. Altman juega con maestría con las ventanas y con la acción transcurriendo en segundos planos y el resultado es muy bueno, como en la escena del suicidio de Roger Wade (Sterling Hayden).
Sin embargo, también es cierto que en algunos momentos Altman se excede, especialmente con el metraje. El juego de situaciones le lleva a ir demasiado lejos y muchas escenas podían haberse suprimido sin problema.
En cambio, creo que en el reparto Altman vuelve a salirse con la suya. Para el papel de Marlowe, elige a Elliot Gould, con quien había trabajado en M.A.S.H (1970), un actor de segunda fila pero que en los setenta tenía cierto protagonismo. La verdad es que nunca me pareció un grande, pero he de confesar que en este caso su trabajo me resultó perfecto. No es cuestión de compararlo a Bogart o Robert Mitchum, su estilo es otro, y en este caso me resultó de todo convincente. Sterling Hayden, un secundario enorme y no siempre bien valorado, compone una figura que recuerda claramente a Ernest Hemingway y lo hace de una manera absolutamente fascinante. Como curiosidad, mencionar que él mismo se escribió sus escenas. Nina Van Pallandt, actriz y cantante danesa no demasiado conocida, es la mujer fatal de turno, y en belleza sin duda que está perfecta en su papel; si bien, como decía antes, es una mala camuflada que se rebela sólo al final en su verdadera dimensión. Arnold Schwarzenegger, sin acreditar, tiene un breve papel como uno de los matones del mafioso Marty Augustine (Mark Rydell).
Un largo adiós es, pues, un curioso experimento personal de Robert Altman con los rasgos típicos de su época: detalles innovadores y un tanto curiosos al lado de unas señas de identidad del cine negro que se pervierten en busca de un aire nuevo para el género. Sin llegar a ser una obra perfecta, sí que contiene algunos elementos interesantes y, en general, me resultó bastante entretenida. Queda pues como una curiosidad dentro de un género muy claramente delimitado.
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