El cine y yo
Me resulta imposible imaginar mi vida sin el cine. De alguna manera me ha ido conformando en salas oscuras, donde el universo por entero brillaba ante mí y la realidad, la otra realidad, desaparecía milagrosamente para dar paso a una vida ilimitada. Al menos, cuando yo era niño era así.
Uno de los primeros recuerdos que tengo es de pánico y fascinación. La película se titulaba "Jerónimo" y yo tenía tres años. En un televisor en blanco y negro, con una imagen seguramente bastante pobre, aquella película me aterraba y me atraía en partes iguales, y yo sentía que estaba ante algo que me superaba. Desde entonces, mi vida y el cine han ido de la mano.
El cine me nutría de imágenes que abrían mi imaginación como quién abre una ventana a las montañas. El cine me proporcionaba una vida nueva infinita en aventuras y en heroicidades. El cine era un baúl, un escondite y una fuente. En el misterio estaba la plenitud.
El cine eran las sesiones de los sábados a las cuatro; eran las películas para adultos a las que accedíamos antes incluso de llegar a pisar la adolescencia, con el atractivo inmenso de todo lo prohibido; eran las fichas en cartulinas y los recortes de fotografías; eran los estrenos con colas interminables; era la conversación con aquella chica que me atrapó hasta hacerme olvidar donde estábamos... e incluso fue una declaración de amor.
No puedo imaginarme mi vida sin el cine. Nada sería lo mismo. Dejemos pues que pasen ante nosotros, en palabras, imágenes de toda una vida.
Uno de los primeros recuerdos que tengo es de pánico y fascinación. La película se titulaba "Jerónimo" y yo tenía tres años. En un televisor en blanco y negro, con una imagen seguramente bastante pobre, aquella película me aterraba y me atraía en partes iguales, y yo sentía que estaba ante algo que me superaba. Desde entonces, mi vida y el cine han ido de la mano.
El cine me nutría de imágenes que abrían mi imaginación como quién abre una ventana a las montañas. El cine me proporcionaba una vida nueva infinita en aventuras y en heroicidades. El cine era un baúl, un escondite y una fuente. En el misterio estaba la plenitud.
El cine eran las sesiones de los sábados a las cuatro; eran las películas para adultos a las que accedíamos antes incluso de llegar a pisar la adolescencia, con el atractivo inmenso de todo lo prohibido; eran las fichas en cartulinas y los recortes de fotografías; eran los estrenos con colas interminables; era la conversación con aquella chica que me atrapó hasta hacerme olvidar donde estábamos... e incluso fue una declaración de amor.
No puedo imaginarme mi vida sin el cine. Nada sería lo mismo. Dejemos pues que pasen ante nosotros, en palabras, imágenes de toda una vida.
domingo, 22 de abril de 2012
El musical
La primera voz que se escuchó en una pantalla fue la del actor Al Johnson, caracterizado de negro, en El cantor de jazz (Alan Crossland, 1927), película de la Warner Bros. Nacía el cine sonoro y, de su mano, el musical. El género norteamericano por excelencia tras el western y el que más se identifica con la grandeza de los estudios.
El éxito de El cantor de jazz disipó las reticencias iniciales hacia el cine sonoro, de manera que la Warner decidió incluir una canción en cada una de sus películas. Pronto, el resto de productoras se sumaron a la moda.
Pero la llegada del cine sonoro no estuvo exenta de problemas, en especial para aquellas estrellas del cine mudo que no eran capaces de adaptarse al cambio, como refleja en clave de humor Cantando bajo la lluvia (Stanley Donen, Gene Kelly, 1952).
Pronto, los estudios empezaron a adaptarse para poder producir musicales, creando la infraestructura necesaria y buscando entre sus actores o fichando a figuras del vodevil, el music hall o contratando a estrellas de Broadway, como fue el caso de Maurice Chevalier, Fred Astaire o Gene Kelly.
El cine musical se convirtió en el gran entretenimiento para el público en la época de la depresión tras el Crac de 1929. Surgieron así las revistas que, más que verdaderos musicales, eran revistas teatrales filmadas, pues carecían de un argumento al uso y se limitaban a presentar diversos números hasta la apoteosis final. Pero al lado de estos productos de mero esparcimiento, Hollywood también ofrecía verdaderos films realistas, como fue el caso de Aleluya (King Vidor, 1929), película ambientada en la población negra en las plantaciones de algodón, Applause (Rouben Mamoulian, 1929) o Hallelujah I'am a bum (Lewis Milestone, 1933), con Al Johnson de nuevo y que trataba el tema de la depresión abiertamente.
Las revistas se irán transformando poco a poco en los llamados "films constelación", que deben su nombre al hecho de que las productoras reunieran en una película a gran parte de sus estrellas en una sucesión de actuaciones hasta el número final, en que aparecían todas en escena. Típico ejemplo de esta moda sería The Hollywood Revue of 1929 (Charles Reisner, 1929), de la Metro, donde aparecían todas sus estrellas menos Greta Garbo.
El primer estudio en explorar nuevos terrenos será la Paramount, contratando a directores de prestigio, como Rouben Mamoulian o Ernst Lubitsch, que le dieron a las películas un toque de elegancia y sentido del ritmo. Fruto de ello vieron la luz films como Ámame esta noche (Rouben Mamoulian, 1932) o El desfile del amor (Ernst Lubistch, 1929).
Pero en general, el cine musical de esos años no ofrecía productos de calidad. Es más, se estaba estancando con obras en las que los números musicales no encajaban en el argumento, de manera que eran interrupciones un tanto forzadas que no se integraban en la historia. Ejemplo de esta tendencia serían los films interpretados por el cantante Bing Crosby.
La renovación llegó de la mano de películas como Volando a Río de Janeiro (Thornton Freeland, 1933), con Fred Astaire y Ginger Rogers, o La calle 42 (Lloyd Bacon, 1933), donde por fin los numeros musicales no entorpecían la acción. En esta renovación tuvo mucho que ver la figura del coreógrafo y director Busby Berkeley, que supo darle a la cámara una movilidad hasta entonces desconocida. Berkeley eliminó la manera teatral de filmar los musicales, haciendo que la cámara se moviera sin descanso en busca de los mejores planos y encuadres. Si antes la Metro le había quitado a Lubistch a la Paramount, ahora hará lo mismo con la Warner, llevándose a Berkeley a sus filas, donde se encargará de planificar los suntuosos números acuáticos de Esther Williams.
Los años 40 trajeron una disminución de las producciones musicales, en parte, naturalmente, por causa de la guerra, pero en parte también porque el musical estaba en una vía muerta, repitiendo fórmulas de la década anterior. Sin embargo, hubo un estudio que supo hacer las cosas de un modo diferente: la Metro Goldwyng Mayer y todo gracias a la figura de Arthur Freed, letrista de canciones en los años 30 y responsable de una unidad de producción especializada en comedias musicales que estuvo en funcionamiento entre 1940 y 1960. De aquí saldrán los títulos más representativos del género, verdaderos hitos del cine musical. Antes de la llegada de Freed, la Metro no producía musicales de calidad. Pero desde El mago de Oz (Victor Fleming, 1939), Freed comienza una profunda renovación del género que pondrá a la Metro como referencia indiscutible del musical. Los cambios que introdujo venían impulsados por su talento y su conocimiento de las características específicas del musical, de manera que supo dinamizarlo, darle categoría e innovar sin miedo para no caer en la rutina. Trabajó con directores de la talla de Vicente Minnelli, Stanley Donen, Gene Kelly, Rouben Mamoulian o Busby Berkeley, algunos de los cuales debutaron con él, trabajó con actrices como Ginger Rogers, Judy Garland, Ann Miller, Cyd Charisse, Leslie Caron, Debbie Reynolds o June Allison y actores como Fred Astaire, Gene Kelly, Frank Sinatra o Donald O'Connor. Algunos de los títulos asociados a su figura son Cita en San Luis (Vicente Minnelli, 1944), Levando anclas (George Sidney, 1945), Ziegfeld Follies (Vicente Minnelli, 1946), Un americano en París (Vicente Minnelli, 1951), Cantando bajo la lluvia (Stanley Donen, Gene Kelly, 1952), Siete novias para siete hermanos (Stanley Donen, 1954), Brigadoon (Vicente Minnelli, 1954), Invitación a la danza (Gene Kelly, 1956), Alta sociedad (Charles Walters, 1956), La bella de Moscú (Rouben Mamoulian, 1957) o Gigi (Vicente Minnelli, 1958).
En la década de los 50 apareció un nuevo competidor para los estudios: la televisión, que traerá consigo la crisis económica para las productoras. Bajó el número de estrenos y salvo la Metro, que producirá en estos años algunos de los mejores títulos del género, solo la Fox, a cierta distancia, pudo mantener el nivel merced a contar con una estrella como Marilyn Monroe, que deslumbró en Los caballeros las prefieren rubias (Howard Hawks, 1953) o El multimillonario (George Cukor, 1960).
Excepto la Metro, el resto de estudios tuvo que recurrir a adaptaciones de antiguas películas no musicales, a veces con mucho acierto, como fue el caso de Ha nacido una estrella (George Cukor, 1954), y también creando musicales a partir de éxitos teatrales, como fue el caso con Ellos y ellas (Joseph Leo Mankiewicz, 1955), Oklahoma (Fred Zinnemann, 1956) o El rey y yo (Walter Lang, 1956) o adaptando a la pantalla vidas de músicos o cantantes, donde destaca la película Música y lágrimas (Anthony Mann, 1953), en la que James Stewart recrea la vida de Glenn Miller.
En los años 60 los estudios siguen apostando por las adaptaciones de grandes éxitos teatrales, lo que da lugar a películas tan brillantes como West Side Story (Robert Wise, Jerome Robbins, 1961), My Fair Lady (George Cukor, 1964), Sonrisas y lágrimas (Robert Wise, 1965) o La leyenda de la ciudad sin nombre (Joshua Logan, 1969). Dos actrices destacan en estos años, Julie Andrews, que se hace un hueco en la historia del musical protagonizando films tan exitosos como Mary Poppins (Robert Stevenson, 1964) o la ya mencionada Sonrisas y lágrimas, y Barbra Streisand, intérprete de Funny Girl (William Wyler, 1968) y Hello, Dolly! (Gene Kelly, 1969).
Si ya Bob Fosse, con Noches de la ciudad (1968), daba los primeros pasos para innovar en el género, será al fin en 1972 cuando lo consiga plenamente con Cabaret, una de las mejores películas del cine, no sólo del musical, y ganadora nada menos que de ocho Oscars.
Las nuevas propuestas de esta época incluían musicales evangélicos, como Godspell (David Greene, 1973) o Jesucristo Superstar (Norman Jewison, 1973), ópera rock que nos da un punto de vista diferente de la pasión de Cristo, con una estética muy personal. Sin embargo, la época dorada del musical estaba ya muy lejos y los gustos del público parecían haber cambiado. De hecho, el musical pasó a ser en muchos casos sinónimo de veneno para la taquilla en estos años, con fracasos sucesivos de diversas propuestas planteadas, como Nashville (Robert Altman, 1975). Sin embargo, en la segunda mitad de la dédaca la tendencia cambia de la mano de propuestas más orientadas a un público juvenil que consumía con devoción los productos que sacaba la industria de la música. Fiebre del sábado noche (John Badham, 1977) fue un primer éxito que nos descubrió el talento para el baile de un juvenil John Travolta, catapultado de repente a la fama. Grease (Randal Kleiser, 1978) confirmó a Travolta como ídolo juvenil al tiempo que la banda sonora de los Bee Gees batía records de ventas.
Bob Fosse cerró la década con otra propuesta original, Empieza el espectáculo (1979), película un tanto pretenciosa y sin la genialidad de Cabaret.
En los años 80 el musical siguió produciendo películas de cierto éxito, pero sin ser más que propuestas aisladas que no lograban hacer renacer un género que seguía languideciendo. Podemos destacar films como la comedia Granujas a todo ritmo (John Landis, 1980), con una banda sonora espectacular, Fama (Alan Parker, 1980) o Annie (John Huston, 1982). Y será de nuevo Alan Parker el que nos presente un musical de cierto éxito, Evita (1996), con la cantante Madonna como protagonista, un oasis en el panorama de finales de siglo.
En cuanto al siglo XXI, parece que nos trae cierta sabia nueva. Moulin Rouge! (Baz Luhrmann, 2001) produjo reacciones diversas, desde los que la califican como obra maestra hasta los que la detestan por vacía y pretenciosa. Con una estética mareante y el recurso a éxitos consagrados de la música pop, logró que se volviera a hablar con fuerza del género. Pero será Chicago (Rob Marshall, 2002), que se inspira en Cabaret (Bob Fosse, 1972), con su Oscar a la mejor película, la que demuestre que el musical aún puede ofrecernos películas de calidad.
A Chicago siguieron otros films de éxito como El fantasma de la ópera (Joel Schumacher, 2004), Dreamgirls (Bill Condon, 2006), exitoso y premiado drama que recrea la vida y carrera de un conocido trío de los años 60 y 70, The Dreamettes, Hairspray (Adam Shankman, 2007), remake del film homónimo de John Waters de 1988, supuso la vuelta de John Travolta al musical, cosechando un notable éxito. merced a una buena banda sonora o ¡Mamma mía! (Phyllida Lloyd, 2008), que fue un gran éxito también, apoyándose en lo seguro al adaptar el musical del famoso grupo pop Abba. Propuestas que indican que aún no está todo dicho y que el musical, si bien los tiempos han cambiado y es posible que no vuelva a gozar de una época dorada como antaño, puede seguir ofreciendo productos de gran calidad y buena acogida si sabe conectar con los nuevos gustos estéticos y musicales.
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