El cine y yo

Me resulta imposible imaginar mi vida sin el cine. De alguna manera me ha ido conformando en salas oscuras, donde el universo por entero brillaba ante mí y la realidad, la otra realidad, desaparecía milagrosamente para dar paso a una vida ilimitada. Al menos, cuando yo era niño era así.


Uno de los primeros recuerdos que tengo es de pánico y fascinación. La película se titulaba "Jerónimo" y yo tenía tres años. En un televisor en blanco y negro, con una imagen seguramente bastante pobre, aquella película me aterraba y me atraía en partes iguales, y yo sentía que estaba ante algo que me superaba. Desde entonces, mi vida y el cine han ido de la mano.


El cine me nutría de imágenes que abrían mi imaginación como quién abre una ventana a las montañas. El cine me proporcionaba una vida nueva infinita en aventuras y en heroicidades. El cine era un baúl, un escondite y una fuente. En el misterio estaba la plenitud.


El cine eran las sesiones de los sábados a las cuatro; eran las películas para adultos a las que accedíamos antes incluso de llegar a pisar la adolescencia, con el atractivo inmenso de todo lo prohibido; eran las fichas en cartulinas y los recortes de fotografías; eran los estrenos con colas interminables; era la conversación con aquella chica que me atrapó hasta hacerme olvidar donde estábamos... e incluso fue una declaración de amor.


No puedo imaginarme mi vida sin el cine. Nada sería lo mismo. Dejemos pues que pasen ante nosotros, en palabras, imágenes de toda una vida.

lunes, 30 de abril de 2012

Único testigo



Dirección: Peter Weir.
Guión: William Kelley, Pamela Wallace y Earl W. Wallace.
Música: Maurice Jarre.
Fotografía: John Seale.
Reparto: Harrison Ford, Kelly McGillis, Josef Sommer, Jan Rubes, Lukas Haas, Danny Glover, Aleksandr Godunov, Brent Jennings, Viggo Mortensen.

Único testigo (1985) es un muy buen thriller que se apoya en su ambientación dentro de la comunidad amish (una secta religiosa muy conservadora que vive como en el siglo XVIII) para darle un toque de originalidad a una intriga que funciona de maravilla.

En su primer viaje a Philadelphia, el pequeño Samuel Lap (Lukas Haas), miembro de una comunidad amish, es testigo de un brutal asesinato. John Book (Harrison Ford), el policía encargado del caso, descubre que en el crimen están implicados policías corruptos. La vida de Samuel, y la suya propia, están en peligro.

Uno no puede más que alegrarse profundamente cuando ve esta película. Alegrarse de ver como el cine aún puede darnos tan gratas sorpresas. Y además sin necesidad de un despliegue de medios asombroso, sino sabiendo sacar todo el jugo a un argumento tan sencillo como el de esta película.

Lo primero que comprobamos es el gran talento del director australiano Peter Weir, que consolida las expectativas que anunciara en Gallipoli (1981) y El año que vivimos peligrosamente (1983). Weir recupera una manera de hacer cine hermosa, concisa y donde deja a la cámara que hable en lugar de los personajes. Es un estilo que nos recuerda a los grandes maestros, a aquellos directores que han sabido exprimir las posibilidades del lenguaje cinematográfico. Weir entronca con ellos y nos ofrece una película estéticamente sobresaliente, con algunas escenas de una belleza increible. Sería largo ir enumerándolas todas, pues en casi cada una de las escenas de la película deja su huella personal: al comienzo, durante los títulos de crédito, recreándose en la belleza de los campos; la manera de filmar la estación del tren; el momento en que Samuel reconoce al asesino, una maravillosa escena en que Weir lo fía todo al lenguaje de la cámara; la secuencia del baile, absolutamente maravillosa; cuando los amish construyen el granero o las múltiples escenas a la luz de las lámparas de petróleo, jugando con las sombras y brindándonos algunas de las más hermosas miradas de los últimos años. Todo ello apoyado en una impresionante fotografía a cargo de John Seale.

Pero además, Peter Weir también dispone de un buen guión al que sabe sacar todo el partido y un poco más. Porque lo que uno esperaría de esta historia sería un thriller más o menos apasionante, con sus escenas de peligro y esa ambientación original en medio de la comunidad amish. Pero Weir no se limita a lo que sería de esperar y se recrea más en la otra historia que en el thriller en sí mismo, que durante más de la mitad de la película pasa a un muy segundo plano, hasta el punto que nos enteramos de la muerte del compañero de John Book por una simple llamada de teléfono. Y la verdad que este es el gran acierto del film, lo que lo hace excepcional, porque va más allá del thriller al uso y crea todo un universo, se adentra en los personajes y los hace humanos, vivos, próximos a nosotros. Porque la parte en que Book se recupera en casa de Rachel (Kelly McGillis), con el romance entre ambos y la vida dentro de esa comunidad, es lo mejor sin duda de toda la película.

Peter Weir explota todo cuanto está a su alcance. Así, saca un magnífico partido de la excelente banda sonora de Maurice Jarre, así como de la maravillosa canción "What a wonderful world", de Sam Cooke, en uno de los más hermosos momentos de la película, la ya mencionada secuencia del baile de John y Raquel. Y aprovecha el universo amish para ofrecernos una visión de sus costumbres y también para romper el ritmo con alguno de los momentos simpáticos de la historia, además de servirse de las posibilidades que le ofrece este mundo para la parte policíaca del argumento, como la imposibilidad de dar con Book rápidamente o al utilizar con mucha inteligencia las posibilidades dramáticas de la granja en la excelente escena final.

Y de nuevo, Weir nos deja sin palabras con la elegante manera de llevar la historia. El enamoramiento de Rachel y John es natural y muy hermoso, a base de miradas que se tropiezan en la penumbra, de pequeños gestos, de risas y de un deseo que traspasa la pantalla. Y este romance imposible se adorna con la presencia de Daniel (Alexander Godunov, el famoso bailarín ruso convertido después en actor) y su curiosa y pacífica rivalidad con Book por las atenciones de Rachel, y que salpica la historia de breves momentos muy logrados, lejos de los tradicionales tríos enfrentados abiertamente, que vuelven a destacar la maestría y buen gusto de Weir en la puesta en escena y el tratamiento de los elementos de que dispone.

Y uno de esos ases de Weir lo tiene en el reparto. Por un lado, contaba con Harrison Ford, un actor lanzado al estrellato tras su papel de Han Solo en La guerra de las galaxias (George Lucas, 1977), y convertido ahora en un honrado y muy convincente y atractivo policía en lucha contra compañeros corruptos. Pero la gran sorpresa del reparto es Kelly McGillis, realmente preciosa, con una mirada que lo dice todo y que nos deja sin palabras. Pocas veces se ha sacado tanto partido a una mirada, a las líneas de un rostro, a una sonrisa. Su papel es precioso, pero ella lo hace inolvidable. Pero hay mucho más en este reparto. Tenemos, por ejemplo, al niño Lukas Haas, muy convincente y por momentos verdaderamente emotivo. Y también a un malvado Danny Glover, que se estaba haciendo un nombre en Hollywood con películas como El color púrpura (Steven Spielberg) o Silverado (Lawrence Kasdan), ambas, como Único testigo, de 1985, acompañado de un eficaz Josef Sommer como el líder de los policías corruptos; y también hay que destacar a los amish Alexander Godunov y un principiante llamado Viggo Mortensen. En general, el reparto destila credibilidad y talento, como el resto de esta hermosa película.

Único testigo es, por lo tanto, una más que recomendable película; sencilla y hermosa, bien contada, emotiva y directa; llena de momentos preciosos y que nos reconcilia con una manera inteligente de hacer cine que, lamentablemente, no es demasiado frecuente.

No hay comentarios:

Publicar un comentario