El cine y yo

Me resulta imposible imaginar mi vida sin el cine. De alguna manera me ha ido conformando en salas oscuras, donde el universo por entero brillaba ante mí y la realidad, la otra realidad, desaparecía milagrosamente para dar paso a una vida ilimitada. Al menos, cuando yo era niño era así.


Uno de los primeros recuerdos que tengo es de pánico y fascinación. La película se titulaba "Jerónimo" y yo tenía tres años. En un televisor en blanco y negro, con una imagen seguramente bastante pobre, aquella película me aterraba y me atraía en partes iguales, y yo sentía que estaba ante algo que me superaba. Desde entonces, mi vida y el cine han ido de la mano.


El cine me nutría de imágenes que abrían mi imaginación como quién abre una ventana a las montañas. El cine me proporcionaba una vida nueva infinita en aventuras y en heroicidades. El cine era un baúl, un escondite y una fuente. En el misterio estaba la plenitud.


El cine eran las sesiones de los sábados a las cuatro; eran las películas para adultos a las que accedíamos antes incluso de llegar a pisar la adolescencia, con el atractivo inmenso de todo lo prohibido; eran las fichas en cartulinas y los recortes de fotografías; eran los estrenos con colas interminables; era la conversación con aquella chica que me atrapó hasta hacerme olvidar donde estábamos... e incluso fue una declaración de amor.


No puedo imaginarme mi vida sin el cine. Nada sería lo mismo. Dejemos pues que pasen ante nosotros, en palabras, imágenes de toda una vida.

viernes, 20 de abril de 2012

John Wayne



Si hay un actor identificado con un género este es sin duda John Wayne. Nombrarlo es evocar el cine del Oeste y algunos de los films más importantes del mismo. Por eso esta faceta oculta o difumina el resto de su extensa filmografía, en la que ha trabajado en todo de tipo de películas y con una gran variedad de directores, aunque hay dos con los que se le vincula de manera más directa y con los que ha logrado sus mejores registros: John Ford y Howard Hawks. Se puede afirmar que son estos dos directores los artífices del John Wayne más popular e icónico y del que James Stewart llegó a decir que Ford y él eran como padre e hijo.

John Wayne vino al mundo el 26 de mayo de 1907 en Winterset (Iowa) con el nombre de Marion Robert Morrison, siendo el primogénito de Clyde, un veterano de Guerra Civil americana, y Mary, de ascendencia irlandesa. Más tarde nacería Robert, el hermano de John. En 1911, la familia se traslada a vivir a Glendale (California), en busca de un clima más benigno para el padre de John, que montará un rancho, donde su hijo empezará a familiarizarse con los caballos. Será esta mudanza la que influirá en su futuro trabajo como actor.

Apodade The Duke (El Duque), el apodo tiene su origen en un perro que tenía de niño, llamado Little Duke, por lo que a John, por contraposición, le empezaron a llamar Big Duke, nombre que Wayne prefería al de Marion, por lo que pronto empezaron a llamarle Duke.

De un físico importante, John Wayne medía más de 1,90, practicó el fútbol americano, primero en la escula secundaria y más tarde en la Universidad de California del Sur, medio para pagarse los estudios, pues su familia no era precisamente adinerada; el rancho familiar había fracasado y Clyde tuvo que volver a su antigua profesión de boticario.

Una lesión le hizo tener que dejar el deporte y, por lo tanto, sus estudios. Pero mientras estudiaba en la universidad, John Wayne comienza a hacer pequeños trabajos en mundo del cine gracias a Tom Mix, el célebre actor del cine mudo, que se fijó en su buena condición física y le ofreció los primeros trabajos en la Fox, donde hacía un poco de todo. Y también es entonces cuando conoce a un joven John Ford que daba sus primeros pasos como director. Desde esos primeros instantes se fue forjando su gran amistad.

Sus primeros trabajos fueron modestos. De hecho, la primera vez que participa en un film ni siquiera aparece en los créditos. Era en una película de Jack Conway titulada Brown of Harvard (1926). Siguió con pequeños papeles, que a menudo le proporcionaba su amigo Ford, destacando su participación en una película, aún como Duke Morrison, titulada Maker of Men (Edward Sedgwick, 1931), donde salía como jugador con parte de su equipo universitario de fútbol americano.

Pero Marion Morrison no le parecía el nombre más adecuado, así que anduvo barajando posibilidades hasta que Ford le sugirió el apellido Wayne, al que el actor añadió definitivamente John. Nació así el nombre con el que será conocido desde entonces y que aparece ya en su primer trabajo como protagonista, a las órdenes de Raoul Walsh en La gran jornada (1930). La película no funcionó, pero Wayne ya tenía el rol de protagonista, que era lo importante.

Siguieron trabajos en películas de escasa importancia, de serie B, para diferentes productoras y géneros diversos, pero no será hasta 1939 y el film La diligencia, de John Ford, cuando Wayne se convertirá en una estrella. La diligencia supuso el primer western serio y adulto del cine, género que a partir de esta película consigue el reconocimiento de la crítica e inicia su período de esplendor. Es significativo que sea John Wayne el que ya entonces le ponga rostro al vaquero de la nueva etapa del western.

A partir de La diligencia, la carrera de John Wayne fue imparable. En 1940 ya protagoniza Mando siniestro (Raoul Walsh), un western, Hombres intrépidos (John Ford), ambientada en la Segunda Guerra Mundial, o Siete pecadores (Tay Garnett), con Marlene Dietrich, con la que se le relacionó sentimentalmente.

La actividad frenética de John Wayne no había hecho más que comenzar. Especialmente en los años 40 y 50, Wayne encadenaba un rodaje tras otro. Así, trabajará como protagonista en diversos films, como el de aventuras Piratas del Mar Caribe (Cecil B. De Mille, 1942),  o en Reunión en Francia (Jules Dassin, 1942), con Joan Crawford. En La patrulla del Coronel Jackson (Edward Dmytryck, 1945), drama bélico, compartía reparto con Anthony Quinn, y en No eran imprescindibles (John Ford, 1945), de nuevo con la Segunda Guerra Mundial de telón de fondo, su compañero era Robert Montgomery.

A finales de los 40, Wayne rueda algunos de los títulos míticos de John Ford, como Tres padrinos (1948), Fort Apache (1948) y La legión invencible (1949). Estas dos últimas, junto a Río Grande (1950), con Maureen O'Hara, forman la famosa trilogía de Ford sobre la caballería. En Río rojo (Howard Hawks, 1948) comparte protagonismo con Montgomery Clift, que debutaba con este trabajo en el cine. Y aún tuvo tiempo para rodar otro film bélico antes del final de la década, Arenas sangrinetas (Allan Dwan, 1949).

Los años 50 serán también muy productivos, con algunos de los mejores trabajos de un John Wayne en plena madurez. En 1951 rueda Infierno en la nubes (Nicholas Ray), de nuevo ambientado en la Segunda Guerra Mundial, para volver a trabajar con Ford en un título imprescindible: El hombre tranquilo (1952), la maravillosa recreación nostálgica de Irlanda y en la que John Wayne compartirá rodaje de nuevo con Maureen O'Hara, que se convertirá en una amiga personal de Wayne el resto de su vida, al tiempo que formará con él una de las parejas más inolvidables de la gran pantalla.

Escrito en el cielo (William A. Wellman, 1954) nos presenta a John Wayne como un piloto de aviones, mientras que en El conquistador de Mongolia (Dick Powell, 1956) será nada menos que Gengis Kahn. Pero sin duda el título más importante de ese año 1956, y puede que de toda su carrera, es Centauros del desierto, de nuevo a las órdenes de John Ford, título mítico del western y donde Wayne da vida a todo un antihéroe sediento de venganza, un rol muy diferente a sus otros trabajos y con el que demostraba su madera de actor versátil. En Escrito bajo el sol (John Ford, 1957) volverá a ejercer de aviador y a compartir protagonismo con Maureen O'Hara. Terminará la década en plena forma con Misión de audaces (John Ford, 1959) y Río Bravo (1959), la respuesta de Howard Hawks a Solo ante el peligro (Fred Zinnemann, 1952), el cuál pensaba, al igual que John Wayne, que no era muy digno de un sheriff ir pidiendo ayuda para cumplir con su deber.

Pero John Wayne no se limitará a su trabajo de actor. Fundará su propia productora, Wayne-Felowes, y también hará sus pinitos como director, tarea en la que debuta en 1960 con la película El Álamo, que también interpreta, y de la que sale bastante bien parado en su nueva ocupación. Su segundo y último film como director será Boinas verdes (1968), también  protagonizada por él. Ambas son dos propuestas con un contenido altamente patriótico, en la línea personal del actor, famoso por su mentalidad conservadora a ultranza y su republicanismo convencido. De hecho, esa mentalidad le granjeó no pocas antipatías y dio lugar a situaciones un tanto curiosas, como cuando John Wayne le prohibió a Martin Scorsese, admirador incondicional de Ford, que hiciese cualquier referencia a La taberna del irlandés (John Ford, 1963) en un film suyo calificado como no apto para menores sin acompañar. También es famoso el incidente que protagonizó en la ceremonia de entrega de los Oscars de 1972, cuando Marlon Brando envió a una india a recoger su Oscar por El padrino (Francis Ford Coppola, 1972), la cuál leyó una carta escrita por Brando quejándose del trato dado por Hollywood a los indios. Wayne tuvo que ser retenido a la fuerza entre bastidores cuando intentó salir al escenario para impedir que la mujer india leyera esa carta.

Siguiendo con su carrera de actor, Wayne protagonizará en 1960 Alaska, tierra de oro (Henry Hathaway), Los comancheros (Michael Curtiz, 1961) o la espléndida Hatari! (Howard Hawks, 1962), film de aventuras rodado en África. Pero el año de 1962 dará para mucho más. John Wayne participará en dos superproducciones ese mismo año, La conquista del Oeste (John Ford, Henry Hathaway, George Marshall) y El día más largo (Ken Annakin, Andrew Marton, Bernhard Wicki), en el que se recrea el famoso desembarco de Normandía. Pero si tuviera que recordar el año 1962 por una película, esta sería la magnífica El hombre que mató a Liberty Valance (John Ford), la desmitificación de la historia de Oeste más conmovedora.

Al año siguiente, Wayne está de nuevo con John Ford y Lee Marvin en la comedia La taberna del irlandés (1963), volviendo al western más adelante con Los cuatro hijos de Katie Elder (Henry Hathaway, 1965) o El dorado (Howard Hawks, 1967), una nueva versión de Río Bravo; y no abandona el universo del westerm porque protaoniza a continuación Ataque al carro blindado (Burt Kennedy, 1967), con Kirk Douglas.

Llegamos así al año 1969, en que trabaja en Valor de ley (Henry Hathaway), donde interpreta a un pistolero tuerto, trabajo con el que ganaría su único Oscar. No exento de sentido del humor, John Wayne afirmó que, de haberlo sabido, hubiera interpretado a un personaje cojo, mudo o con el parche en el ojo mucho antes.

Sería el preludio de su última gran interpretación en Río Lobo (Howard Haks, 1970). Wayne estaba enfermo de cáncer. Ya en 1964 le habían extirpado el pulmón izquierdo, pero de nuevo se reprodujo, esta vez en el estómago. Se creía que podía haber contraído la enfermedad durante el rodaje en Utah de El conquistador de Mongolia, filmada junto a una zona de pruebas nucleares. Fuera como fuese, Wayne estaba ya muy enfermo cuando apareció en El último pistolero (Don Siegel, 1976) en la que, de alguna manera, se interpretaba así mismo al encarnar a un pistolero enfermo de cáncer y donde se despedía, entre otros, de James Stewart, su compañero en El hombre que mató a Liberty Valance.

Moriría finalmente de cáncer de estómago el 11 de junio de 1979 a los 72 años de edad, tras tres matrimonios, algunos romances y siete hijos.

Hay algo curioso en relación a John Wayne y es el hecho de que su gran prestigio popular no fuera secundado oficialmente. Wayne no era considerado como un verdadero actor y se ponían en duda sus capacidades artísticas muy a menudo. De hecho, Douglas Sirk afirmaba que, cuando había llegado a América, descubrió que JohnWayne era considerado el actor más torpe e incompetente del cine. Pocos recibieron un trato peor que él. Y sin embargo, creía Sirk que era en verdad un buen actor, natural y desprovisto de los trucos de interpretación tan habituales en otros actores.

Personalmente, pienso que Wayne no era el tipo de actor que nos emocionase con unos diálogos intensos o unas miradas profundas. Pero encarnaba como nadie una idea, unos principios y una época incluso. Wayne era el hombre de pies a cabeza en quién se puede confiar. Y, a pesar de su economía interpretativa, transmitía su fuerza como nadie con su sola presencia rotunda o su manera de caminar, e incluso sacando el revólver como ningún otro. A las órdenes de John Ford, Wayne nos ha dejado trabajos muy buenos, sin duda sus mejores interpretaciones, como el Ethan de Centauros del desierto, por ejemplo.

Pero lo que es evidente, por encima de cualquier otra consideración, es que John Wayne ha traspasado los límites de su propio trabajo y está en un puesto de honor dentro de la historia de cine. El ícono ha terminado por imponerse a todo y a todos, a modas, ideologías y estilos. Ahí está, en la historia y en la memoria de miles de aficionados, encarnando toda una época y un género. Algo solamente a la altura de unos pocos elegidos.

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