El cine y yo

Me resulta imposible imaginar mi vida sin el cine. De alguna manera me ha ido conformando en salas oscuras, donde el universo por entero brillaba ante mí y la realidad, la otra realidad, desaparecía milagrosamente para dar paso a una vida ilimitada. Al menos, cuando yo era niño era así.


Uno de los primeros recuerdos que tengo es de pánico y fascinación. La película se titulaba "Jerónimo" y yo tenía tres años. En un televisor en blanco y negro, con una imagen seguramente bastante pobre, aquella película me aterraba y me atraía en partes iguales, y yo sentía que estaba ante algo que me superaba. Desde entonces, mi vida y el cine han ido de la mano.


El cine me nutría de imágenes que abrían mi imaginación como quién abre una ventana a las montañas. El cine me proporcionaba una vida nueva infinita en aventuras y en heroicidades. El cine era un baúl, un escondite y una fuente. En el misterio estaba la plenitud.


El cine eran las sesiones de los sábados a las cuatro; eran las películas para adultos a las que accedíamos antes incluso de llegar a pisar la adolescencia, con el atractivo inmenso de todo lo prohibido; eran las fichas en cartulinas y los recortes de fotografías; eran los estrenos con colas interminables; era la conversación con aquella chica que me atrapó hasta hacerme olvidar donde estábamos... e incluso fue una declaración de amor.


No puedo imaginarme mi vida sin el cine. Nada sería lo mismo. Dejemos pues que pasen ante nosotros, en palabras, imágenes de toda una vida.

domingo, 12 de agosto de 2018

Siete años en el Tíbet



Dirección: Jean-Jacques Annaud.
Guión: Becky johnson (Biografía: Heinrich Harrer).
Música: John Williams.
Fotografía: Robert Fraisse.
Reparto: Brad Pitt, David Thewlis, B.D. Wong, Lhakpa Tsamchoe, Jetsun Pema, Jamtsho Wangchuk, Mako, Ric Young, Danny Denzongpa, Victor Wong, Ingeborga Dapkunaite.

Heinrich Harter (Brad Pitt), un famoso alpinista austriaco, parte en 1939 hacia el Himalaya con la idea de coronar el Nanga Parbat. Sin embargo, el comienzo de la Segunda Guerra Mundial echará por tierra sus planes.

El cine como espectáculo siempre ha tenido un hueco en la industria. Supongo que responde a la ambición del director o los productores de turno de buscar el asombro y el reconocimiento sin reservas. Y, en general, son las películas con tramas históricas las que más han generado este tipo de espectáculos. Basta recordar Lawrence de Arabia (1962) o Doctor Zhivago (1965), ambas de David Lean o, más recientemente, Gandhi (Richard Attenborough, 1982) o El último emperador (Bernardo Bertolucci, 1987), por poner algunos ejemplos.

El principal problema de este tipo de películas es conseguir el equilibrio entre la ambición formal, que suele ir acompañada de una gran duración, y el mensaje. En general, pocas veces se consigue y siempre tenemos la sensación de que la forma termina devorando el contenido. La gran excepción a esta constatación la encuentro en el anteriormente citado David Lean, capaz de darle a sus películas una intensidad dramática y emocional más grande aún que su incuestionable belleza plástica.

Siete años en el Tíbet, por desgracia, no escapa a este fallo en el que la ambición formal no consigue igual equiparación en cuanto al mensaje que se quiere trasmitir. En este caso, la redención del protagonista, un hombre egoísta y egocéntrico, cercano al movimiento nazi, si bien este detalle está tratado con cierto distanciamiento, y al que su experiencia en el Tíbet, que además fue real, pues la película se basa en la biografía escrita por el propio Harrer, le acaba cambiando la vida, en contacto con el budismo y un joven Dalai Lama al que enseña detalles mundanos y del que aprende las esencias de la vida.

El proyecto es ambicioso, como le gusta al director francés, pero cae también en lo que suelen ser sus típicos errores: un cuidado exquisito de las formas, pero un mensaje envarado, un tanto trivial incluso, y que no tiene la entidad suficiente como para elevar el ejercicio técnico en algo más convincente, emocionante, directo. Y eso que el el contraste entre la manera de ver el mundo de occidente y la espiritualidad del budismo era una oportunidad única para ahondar en esas diferencias y ofrecer un relato intenso y hermoso. Pero el director, incomprensiblemente, deja escapar esta oportunidad. Las referencias a la filosofía budista son escasas y casi siempre parecen más decorativas que otra cosa.

Algunos tachan al film de lento. Discrepo. Es un film largo, que es distinto. Pero hemos de reconocer que al menos en cuanto a ritmo, Annaud es un director solvente, que mantiene el pulso de la historia y no deja que en ningún momento caiga en tiempos muertos. Pero una cosa es lograr esa agilidad y otra emocionarnos con las aventuras del protagonista, interpretado por Brad Pitt con buenas maneras, pero sin más. Y es aquí donde el director fracasa, porque al final, si soy sincero, en muy pocos momentos de la película, quizá en ninguno, he sentido verdadera emoción. Puede que por la frialdad con la que está contada la historia, puede que por falta de empatía con el personaje, que comienza resultando un tanto antipático, pero el caso es que la clave de un film de estas características debe ser trasmitirnos algo de emoción, cautivarnos, hacer que nos metamos en los zapatos del protagonista. Y esto el director nunca lo consigue.

Lo que finalmente nos queda entre las manos en un film cuidadoso con la puesta en escena, con algunos paisajes realmente hermosos, con algunos elementos históricos que forman el armazón del relato, aunque sin que se entre de lleno en ellos, con una bonita fotografía y banda sonora... y una ambición por encima de sus posibilidades.

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