El cine y yo

Me resulta imposible imaginar mi vida sin el cine. De alguna manera me ha ido conformando en salas oscuras, donde el universo por entero brillaba ante mí y la realidad, la otra realidad, desaparecía milagrosamente para dar paso a una vida ilimitada. Al menos, cuando yo era niño era así.


Uno de los primeros recuerdos que tengo es de pánico y fascinación. La película se titulaba "Jerónimo" y yo tenía tres años. En un televisor en blanco y negro, con una imagen seguramente bastante pobre, aquella película me aterraba y me atraía en partes iguales, y yo sentía que estaba ante algo que me superaba. Desde entonces, mi vida y el cine han ido de la mano.


El cine me nutría de imágenes que abrían mi imaginación como quién abre una ventana a las montañas. El cine me proporcionaba una vida nueva infinita en aventuras y en heroicidades. El cine era un baúl, un escondite y una fuente. En el misterio estaba la plenitud.


El cine eran las sesiones de los sábados a las cuatro; eran las películas para adultos a las que accedíamos antes incluso de llegar a pisar la adolescencia, con el atractivo inmenso de todo lo prohibido; eran las fichas en cartulinas y los recortes de fotografías; eran los estrenos con colas interminables; era la conversación con aquella chica que me atrapó hasta hacerme olvidar donde estábamos... e incluso fue una declaración de amor.


No puedo imaginarme mi vida sin el cine. Nada sería lo mismo. Dejemos pues que pasen ante nosotros, en palabras, imágenes de toda una vida.

viernes, 20 de enero de 2012

Bajo el sol de la Toscana



Dirección: Audrey Wells. 

Guión: Audrey Wells.

Música: Christophe Becks.

Fotografía: Geoffrey Simpson.

Reparto: Diane Lane, Sandra Oh, Lindsay Duncan, Raoul Bova, Vincent Riotta, Mario Monicelli, Roberto Nobile, Anita Zagaria.

Frances Mayes (Diane Lane), una escritora que acaba de divorciarse al descubrir que su marido le era infiel, decide aceptar el regalo de su mejor amiga Patti (Sandra Oh) y se va de viaje a La Toscana para intentar superar su depresión. Una vez allí, se encapricha de una ruinosa villa y decide comprarla, quedándose a vivir en Italia.

Bajo el sol de la Toscana (2003) comenzó a gestarse en realidad en 1998 cuando el productor de El talento de Mr. Ripley (Anthony Minghella, 1999), Tom Sternberg, coincidió en una bodega de la Toscana con Frances Mayes, la autora del libro Bajo el sol de la Toscana, un best-seller a nivel mundial.

La historia, por lo tanto, está basada en esa novela que es, en realidad, autobiográfica: cuenta las vivencias de la propia Frances Mayes en Italia. Audrey Wells, la directora, escribió también el guión, inventando una historia y unos personajes, para darle una estructura cinematográfica a la novela, pero intentando respetar el espíritu de la misma.

En esencia, se trata de una comedia romántica en torno al amor. Básicamente, el mensaje que parece encerrar es que el amor aparece en la vida cuando uno deja de buscarlo, que es lo que le sucede a la protagonista. Así, en la película no llegamos a ver a Frances disfrutando del amor. Toda la película se centra en su desencanto, primero, con el divorcio y la búsqueda infructuosa de hombre de su vida después. Es justamente cuando encuentra el amor cuando termina el film.

Bajo el sol de la Toscana es, en esencia, una cinta amable, tierna, con pequeñas dosis de poesía incluso y rematada por un hermoso final feliz donde todos los personajes de la historia parecen encontrar su lugar en el mundo. No está mal para levantar el ánimo y sembrar esperanzas, pero la historia en sí no termina de cuajar del todo y eso estropea el resultado.

El problema no reside en los actores; creo que el reparto es bastante bueno y aunque ninguno de los actores destaca especialmente, todos cumplen con su papel de manera acertada. Diane Lane aún conserva parte de su belleza juvenil, con lo que su personaje resulta creíble, si bien en algunos momentos la encontré demasiado gesticulante; también me gustó Lindsay Duncan en la piel de la extravagante Katherine, o el joven polaco Pawel, muy bien encarnado por Pawel Szajda, y su compañero, el tímido Zbignew, interpretado por Sasa Vulicevic. Aunque el personaje que más me gustó de la película es el señor Martini, interpretado con gran aplomo por Vincent Riotta; me parece el personaje con más cosas que aportar, el más profundo y el más verdadero de todos.

El problema de la película reside en el guión. Por un lado es bastante previsible, está cargado de tópicos, se decanta por el tono dulzón abiertamente, con una fotografía ciertamente pretenciosa pero poco original, cayendo en ciertas repeticiones de planos, y dando una imágen excesivamente bucólica tanto de la región como de las relaciones personales. Es todo tan perfecto, tan estudiadamente hermoso y plácido, hasta el dolor y sus manifestaciones, que no termina de convencer. Quizá porque también el guión se queda un tanto en la superficie de las cosas y de las personas, sin dejarnos entrar del todo en los corazones de los protagonistas.

No es fácil hacer cine. No es fácil traspasar la pantalla. No es sencillo crear una buena historia. No basta con tener buenas intenciones y bonitos paisajes. Solo con eso no basta. El resultado es una película agradable, hermosa en sus formas, amable y reconfortante, pero un tanto fría, vacía e intrascendente.

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