El cine y yo

Me resulta imposible imaginar mi vida sin el cine. De alguna manera me ha ido conformando en salas oscuras, donde el universo por entero brillaba ante mí y la realidad, la otra realidad, desaparecía milagrosamente para dar paso a una vida ilimitada. Al menos, cuando yo era niño era así.


Uno de los primeros recuerdos que tengo es de pánico y fascinación. La película se titulaba "Jerónimo" y yo tenía tres años. En un televisor en blanco y negro, con una imagen seguramente bastante pobre, aquella película me aterraba y me atraía en partes iguales, y yo sentía que estaba ante algo que me superaba. Desde entonces, mi vida y el cine han ido de la mano.


El cine me nutría de imágenes que abrían mi imaginación como quién abre una ventana a las montañas. El cine me proporcionaba una vida nueva infinita en aventuras y en heroicidades. El cine era un baúl, un escondite y una fuente. En el misterio estaba la plenitud.


El cine eran las sesiones de los sábados a las cuatro; eran las películas para adultos a las que accedíamos antes incluso de llegar a pisar la adolescencia, con el atractivo inmenso de todo lo prohibido; eran las fichas en cartulinas y los recortes de fotografías; eran los estrenos con colas interminables; era la conversación con aquella chica que me atrapó hasta hacerme olvidar donde estábamos... e incluso fue una declaración de amor.


No puedo imaginarme mi vida sin el cine. Nada sería lo mismo. Dejemos pues que pasen ante nosotros, en palabras, imágenes de toda una vida.

domingo, 15 de enero de 2012

El juez Priest


Título importante y muy significativo dentro de la filmografía de John Ford, El juez Priest (1934) es una amable comedia costumbrista que describe con nostalgia la vida en el sur de los Estados Unidos a finales del siglo XIX. Pero también es un magnífico ejemplo de ciertas constantes del cine de Ford que ya están presentes aquí y que el genial director desplegará a lo largo de su carrera.

William Priest (Will Rogers) lleva casi veinte años ejerciendo como juez en una tranquila población de Kentucky donde la vida transcurre sin prisas. Dedicado a asuntos menores en el tribunal, al juez lo que de verdad parece preocuparle es el arte de la pesca en agua dulce y los julepes de menta.

El juez Priest, como decía antes, es una amable comedia, bienintencionada y un tanto edulcorada que se recrea, con una mirada nostálgica, como se explica en el texto con el que arranca el film (los recuerdos de Irvin S. Cobb, en cuyos relatos está basado el guión de la película), en una sociedad sureña que, en el momento en que parece contarse el relato ya se ha extinguido. Y como toda mirada nostálgica, adivinamos que ésta no es objetiva; pero al cabo poco importa, porque los recuerdos y su carga poética impregnan la historia y ya no importa si se habla de una sociedad tal y como fue, porque El juez Priest no es una crónica histórica, sino una especie de cuento donde toda licencia poética está permitida.

Hubo, además, un elemento que contribuyó aún más al carácter dulce del relato y es que el estudio censuró una parte de la historia en que un mayordomo negro era acusado de violar a una joven, lo que habría agriado el tono en general amable de la historia.

Por otra parte, ante cualquier intento de ver cierto racismo en la manera en que se trata a los negros en la película, me gustaría señalar que no hemos de interpretar como racismo o menosprecio hacia los negros la figura Jeff Pointdexter (Stepin Fetchit), por ejemplo, el negro acusado al comienzo del film y que termina siendo una especie de criado del juez. Se trata simplemente de una figura cómica, y no es la única, también las hay entre los blancos, como es el caso del borracho que escupe en la escupidera o el mismo barbero, con su risa de caballo. Y en todo caso, estamos en pleno sur de los Estados Unidos y en el siglo XIX. Es evidente que en esa época y ese lugar, los negros ni eran muy cultos ni tenían un peso relevante en la sociedad. Esto es un hecho.

Pero el tema principal de la película es, como no, la figura del juez Priest. El relato es un homenaje hacia ese hombre como ejemplo de tolerancia, inteligencia y bondad. Y la verdad es que Will Rogers encarna al juez de manera perfecta: su naturalidad, su aire cercano y la simpatía que emana convierten a su personaje en un hombre entrañable. Este es el segundo de los tres trabajos que hizo Rogers con Ford, tras Doctor Bull (1933) y antes de rodar Steamboat round the bend (1935).

La historia que se narra en El juez Priest es bastante sencilla y la acaparan, por un lado, el romance entre el sobrino del juez, Jerome (Tom Brown), y Ellie May (Anita Louise) y el juicio final contra Bob Gillis (David Landau) por otro. Pero no es en la historia en sí misma en donde reside la fuerza de la película, sino en la mano de John Ford a la hora de contarla y donde ya están las bases de su peculiar estilo.

Ford es ese talento natural como narrador de historias, haciendo que nos impliquemos hasta en el mínimo detalle, haciendo de ellas un relato apasionante, dominando el tiempo, el ritmo, dosificando los momentos serios y punteándolos con pequeñas bromas. Y también es esa manera tan sutíl de describir a los personajes, siempre de manera indirecta, dejando sombras, pedazos del pasado ocultos o a medio revelar para que nosotros terminemos el puzzle. A la vez, gracias a una mirada o un gesto, Ford consigue transmitirnos mucho más, y de manera mucho más hermosa, que con el recurso fácil al diálogo. Su cámara habla, describe y emociona. Ahí reside su talento y su genialidad. Hay una escena que es el ejemplo perfecto de lo que intento explicar: el juez está en su habitación a oscuras, mira por la ventana y ve a su sobrino y a Ellie May en el jardín; cuando vuelve a mirar ve a un militar junto a una hermosa mujer, está siendo asaltado por los recuerdos de su propia juventud. Acto seguido se aparta de la ventana y enciende una luz que ilumina de pronto una fotografía de una mujer y dos niños. El juez se lamenta entonces de que su esposa y su hijo (los de la foto, claro) ya no estén con él. De un modo precioso y muy poético, sin apenas palabras, Ford nos ha contado en un minuto casi todo lo importante de la vida del juez. Eso es talento. Eso es John Ford en estado puro.

Pero Ford no se limita al juez, todos los personajes destacados son retratados de manera concisa pero con precisión: el reverendo (Henry B. Walthall), el senador Horace, interpretado por el expresivo Berton Churchill, al que veremos posteriormente en La diligencia (1939), la cuñada del juez (Brenda Fowler), su sobrino... Y esta es otra de las claves del cine de Ford: sus películas están habitadas por personas con una dimensión, un carácter, un pasado propios.

Y junto a los personajes, Ford también nos muestra a un pueblo, el sureño, que ha perdido la guerra pero que no su orgullo, lo que les lleva incluso a alterar la historia. Es cierto que se ofrece el lado amable de esas gentes, omitiendo todo cuanto pueda afear el cuadro. Volvemos entonces al principio: estamos ante una mirada nostálgica, una idealización de un tiempo y un lugar. No puede ser, por tanto, una visión exacta e imparcial, pero tampoco es lo que se pretende.

Otro de los elementos carácterísiticos del cine de Ford que ya vemos aquí es el papel que otorga a las mujeres, a las madres como encarnación de ciertos valores importantes, como la familia o el amor a las raíces. El juez Priest habla con su esposa muerta y se sienta junto a su tumba; una devoción por los muertos que también tendrán otros héroes fordianos, como Nathan Brittles en La legión invencible (1949), Ethan Edwards en Centauros del desierto 1956) o Ransom Stoddard en El hombre que mató a Liberty Valance (1962).

Tan contento quedó Ford con esta película y esta temática que, años más tarde, hará una especie de remake de la misma en El sol siempre brilla en Kentucky (1953).

Bajo una apariencia de film menor, debajo de la sencillez y brevedad de esta película, El juez Priest contiene ya las esencias del mejor Ford y decir que es una obra menor del director supone, en todo caso, un elogio que para sí quisieran muchos. El juez Priest es un film encantador, amable y que nos deja un poso de alegría en el corazón.

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