El cine y yo
Me resulta imposible imaginar mi vida sin el cine. De alguna manera me ha ido conformando en salas oscuras, donde el universo por entero brillaba ante mí y la realidad, la otra realidad, desaparecía milagrosamente para dar paso a una vida ilimitada. Al menos, cuando yo era niño era así.
Uno de los primeros recuerdos que tengo es de pánico y fascinación. La película se titulaba "Jerónimo" y yo tenía tres años. En un televisor en blanco y negro, con una imagen seguramente bastante pobre, aquella película me aterraba y me atraía en partes iguales, y yo sentía que estaba ante algo que me superaba. Desde entonces, mi vida y el cine han ido de la mano.
El cine me nutría de imágenes que abrían mi imaginación como quién abre una ventana a las montañas. El cine me proporcionaba una vida nueva infinita en aventuras y en heroicidades. El cine era un baúl, un escondite y una fuente. En el misterio estaba la plenitud.
El cine eran las sesiones de los sábados a las cuatro; eran las películas para adultos a las que accedíamos antes incluso de llegar a pisar la adolescencia, con el atractivo inmenso de todo lo prohibido; eran las fichas en cartulinas y los recortes de fotografías; eran los estrenos con colas interminables; era la conversación con aquella chica que me atrapó hasta hacerme olvidar donde estábamos... e incluso fue una declaración de amor.
No puedo imaginarme mi vida sin el cine. Nada sería lo mismo. Dejemos pues que pasen ante nosotros, en palabras, imágenes de toda una vida.
Uno de los primeros recuerdos que tengo es de pánico y fascinación. La película se titulaba "Jerónimo" y yo tenía tres años. En un televisor en blanco y negro, con una imagen seguramente bastante pobre, aquella película me aterraba y me atraía en partes iguales, y yo sentía que estaba ante algo que me superaba. Desde entonces, mi vida y el cine han ido de la mano.
El cine me nutría de imágenes que abrían mi imaginación como quién abre una ventana a las montañas. El cine me proporcionaba una vida nueva infinita en aventuras y en heroicidades. El cine era un baúl, un escondite y una fuente. En el misterio estaba la plenitud.
El cine eran las sesiones de los sábados a las cuatro; eran las películas para adultos a las que accedíamos antes incluso de llegar a pisar la adolescencia, con el atractivo inmenso de todo lo prohibido; eran las fichas en cartulinas y los recortes de fotografías; eran los estrenos con colas interminables; era la conversación con aquella chica que me atrapó hasta hacerme olvidar donde estábamos... e incluso fue una declaración de amor.
No puedo imaginarme mi vida sin el cine. Nada sería lo mismo. Dejemos pues que pasen ante nosotros, en palabras, imágenes de toda una vida.
martes, 3 de enero de 2012
Yo confieso
Adaptación de una obra de teatro francesa de 1902 titulada Nos Deux Consciences de Paul Anthelme, Yo confieso (1952) está rodada justo después de Extraños en un tren (1951) con la que guarda cierta similitud al narrar una especie de intercambio de asesinato, es decir, una persona cometió un crimen y otra, que podría haberlo cometido, es acusada de ello.
Un emigrante alemán, Otto Keller (Otto E. Hasse), trabajador en una parroquia de Quebec, asesina al abogado Villet (Ovila Legare) cuando éste le sorprende robando en su casa. Lleno de remordimientos, Keller confesará su crimen al padre Logan (Montgomery Clift). Cuando las sopechas recaigan el el propio padre Logan, este no podrá delatar al verdadero culpable obligado por el secreto de confesión.
En principio, el propio Hitchcock no estaba muy satisfecho con el resultado final de Yo confieso. El principal defecto que le encontraba a la película es que resultaba un tanto pesada y pensaba el director que hubiera debido darle un tratamiento menos serio. Puede que sea así. Hitchcock creía que le había faltado sentido del humor y que la presencia de unos personajes alemanes (el matrimonio Keller) en Canadá contribuyó a crearle cierto tipo de malestar a la hora de contar la historia. Personalmente, lo que se me hace un tanto pesado es el tratamiento que le da al romance de juventud del padre Logan y Ruth Grandfort (Anne Baxter). Esta trama es necesaria en el desarrollo de la historia, pero cobra demasiado protagonismo, se describe por medio de flashbacks demasiado largos que rompen el hilo principal, a modo de un paréntesis demasiado extenso.
Sin embargo, Yo confieso tiene también elementos muy buenos. En primer lugar, el personaje de Keller es muy interesante. A lo largo del film vamos asistiendo a un cambio en su actitud, desde el remordimiento por el crimen al traspaso de culpa una vez confesado y, más tarde, al intento de que culpen al padre Logan en su lugar. Es evidente, por las normas morales de Hollywood, que Keller debía resultar moralmente condenable y pagar sus culpas, pero aún así es interesante ver la evolución de los sentimientos del personaje y su intento por aferrarse a la vida, aún a costa de sacrificar su felicidad, como cuando dispara a su mujer.
Tenemos después el caso del padre Logan, obligado a guardar silencio hasta las últimas consecuencias. Parece ser que ésta obligación no fue del todo aceptada por el público, especialmente los no católicos, que no terminaban de comprender ni admitir que un sacerdote pudiera llegar a tal grado de sacrificio. Precisamente, uno de los problemas del film, según su director, era que el público esperaba en todo momento que el padre Logan delatara a Keller. Desde mi punto de vista, la entereza del sacerdote es uno de los elementos clave del film, lo que le otorga su verdadera identidad y su fuerza. Creo que si el padre Logan hubiera confesado la verdad la trama se hubiera desmoronado sin sentido.
El tercer elemento de Yo confieso es la relación de una mujer casada con un sacerdote. A pesar de que, en este sentido, la película evita cualquier acto recriminable, es cierto que en función de la moral de la época sobrevuela la película la inconveniencia de la actitud de la señora Grandfort hacia el padre Logan. Pienso que el tema es interesante, pero repito que quizá la manera en que está tratado no es la más conveniente.
Otra de las pegas que ponía Hitchcock al film es que él hubiera deseado a la actriz sueca Anita Björk para el papel de Ruth. Pero la Warner, un tanto asustada con el reciente escándalo de otra sueca, Ingrid Bergman, y al presentarse Anita Björk con su amante y un niño ilegítimo, decidió darle el papel a Anne Baxter, algo con lo que el director tuvo que tragar sin que le agradase nada el cambio.
En cambio, Montgomery Clift hace una interpretación soberbia. En todo momento se puede leer su pensamiento a través de su mirada y de sus gestos. Su mirada, por cierto, es de las más expresivas, no sólo en esta película, sino a lo largo de su carrera. Clift resulta creíble en todo momento y aporta a su personaje una gran dignidad al tiempo que lo hace terriblemente humano y frágil por momentos. Otro gran trabajo es el de Karl Malden, un actor soberbio que jamás defrauda.
A pesar de los defectos de la película que enumera el propio director, Yo confieso es un film que me gusta mucho. No se trata de una mera historia de un crimen; implica muchos dilemas morales y contiene un muy interesante análisis del miedo y la culpa. Además, Hitchcock nos vuelve a demostrar como la cámara sola es suficiente, si se conocen las reglas del cine, para describir situaciones sin recurrir a la palabra o para narrar secretas conversaciones en silencio, a base de gestos y miradas.
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