El cine y yo

Me resulta imposible imaginar mi vida sin el cine. De alguna manera me ha ido conformando en salas oscuras, donde el universo por entero brillaba ante mí y la realidad, la otra realidad, desaparecía milagrosamente para dar paso a una vida ilimitada. Al menos, cuando yo era niño era así.


Uno de los primeros recuerdos que tengo es de pánico y fascinación. La película se titulaba "Jerónimo" y yo tenía tres años. En un televisor en blanco y negro, con una imagen seguramente bastante pobre, aquella película me aterraba y me atraía en partes iguales, y yo sentía que estaba ante algo que me superaba. Desde entonces, mi vida y el cine han ido de la mano.


El cine me nutría de imágenes que abrían mi imaginación como quién abre una ventana a las montañas. El cine me proporcionaba una vida nueva infinita en aventuras y en heroicidades. El cine era un baúl, un escondite y una fuente. En el misterio estaba la plenitud.


El cine eran las sesiones de los sábados a las cuatro; eran las películas para adultos a las que accedíamos antes incluso de llegar a pisar la adolescencia, con el atractivo inmenso de todo lo prohibido; eran las fichas en cartulinas y los recortes de fotografías; eran los estrenos con colas interminables; era la conversación con aquella chica que me atrapó hasta hacerme olvidar donde estábamos... e incluso fue una declaración de amor.


No puedo imaginarme mi vida sin el cine. Nada sería lo mismo. Dejemos pues que pasen ante nosotros, en palabras, imágenes de toda una vida.

lunes, 18 de julio de 2022

El western


 

Mis primeros recuerdos de un cine son de películas del Oeste. Crecí viendo "vaqueradas" en la sesión de las cuatro y media que alimentaban mi imaginación. De ahí me vino mi afición por jugar con figuritas de plástico de vaqueros, indios, caballos y fuertes durante muchos años. Por eso, el western es mi género preferido y ha resistido a la evolución de mis gustos y preferencias con el valor de los defensores del Álamo. Es curioso como hay cosas que entran en tu vida de puntillas y se quedan contigo para siempre. 

Entendemos que una película es un western cuando su acción se sitúa entre 1820 aproximadamente y finales de ese siglo, si bien en ocasiones puede abarcar los primeros años del XX. La ambientación tiene lugar en el Oeste americano preferentemente y las historias guardan relación con todo lo concerniente a la expansión de la colonización blanca hacia el Pacífico, con la creación de los Estados Unidos.

Así, los temas recurrentes suelen ser la lucha contra los nativos americanos por el control del territorio, el dominio de la naturaleza salvaje, la expansión de la ganadería y su lucha contra los agricultores, la Guerra de Secesión, la implantación de la ley a manos de representantes de la justicia en territorios salvajes, el desarrollo de comunidades en nuevos territorios, la búsqueda de oro, la expansión del ferrocarril...

Personajes típicos de una iconografía muy definida suelen ser el shérif, la chica del saloon, los ganaderos y granjeros, los indios, ladrones y cuatreros, soldados de caballería, mexicanos... Y los elementos que los acompañan son siempre el caballo, las reses, el sombrero stetson, el Colt del 45 y el Winchester, el whisky...

Es importante entender bien estos límites pues películas como Lo que el viento se llevó (Victor Fleming, 1939), que se desarrolla en el periodo histórico del western, no se incluye en el género habitualmente pues su argumento la acerca mucho más al drama romántico, ambientado, eso sí, en el siglo XIX. Otro caso serían por ejemplo aquellas películas cuya temática entra en los parámetros del western pero no así la época en que se desarrolla la historia; un ejemplo claro lo tenemos con Brokeback Mountain (En terreno vedado) (Ang Lee, 2005).

El western puede considerarse el género más antiguo, naciendo nada más y nada menos que en 1903 con Asalto y robo de un tren (Edwin S. Porter), pues aunque había alguna cinta que mostraba, por ejemplo, a unos mineros, titulada Cripple Creek Bar Room (1898), que duraba un minuto, la obra de Porter es el primer western con argumento y una intención narrativa clara.

Fue tal el éxito de Asalto y robo de un tren que surgieron cantidad de imitaciones, lanzando al western como género y contribuyendo también al desarrollo de la industria cinematográfica. Western y cine, desde entonces, han ido de la mano.

Este género en realidad tuvo su nacimiento en el Este, que recibía las noticias de la expansión por el Oeste de los colonos y plasmaba en la pantalla las historias que llegaban dándoles un toque exótico, como sin duda las veían los asentados habitantes de la costa este. Porque no debemos olvidar que los primeros westerns se filman cuando los relatos de la expansión hacia el Pacífico aún eran muy recientes y muchos de los protagonistas de los mismos, que se convertirían en leyendas, aún estaban vivos a principios del siglo XX, como "Buffalo Bill" o Wyatt Earp. Incluso algunos territorios aún no formaban parte de la Unión y era frecuente que antiguos cowboys terminaran trabajando en el cine gracias a sus habilidades como jinetes.

El western además servía para asentar el relato histórico de un país en construcción, creado por los vencedores y, por lo tanto, con una clara tendencia a la exaltación patriótica, deformando los hechos para crear un pasado glorioso, de gestas imposibles, colonos valientes y pieles rojas peligrosos y crueles. Al menos en los primeros años así fue.

Y el nacimiento del western trajo consigo también la aparición de las primeras estrellas del género. Gilbert M. Anderson, que había trabajado en Asalto y robo de un tren, será el primer héroe con el seudónimo de "Broncho Billy", con más de cien títulos hasta 1916, cuando se retira de la interpretación.

Le seguiría el actor William S. Hart, fascinado por el mundo del Oeste, y que se caracterizó por aportar realismo a su personaje, con atuendos y útiles auténticos. Su colaboración con el director Thomas Harper Ince impulsaron el western hasta los años veinte, cuando su estilo empezó a parecer anticuado para el público que se decantaba entonces por Tom Mix, que dominó el género en esa década. Tom Mix tenía la costumbre de no permitir que lo doblaran en las escenas de acción, lo que le acarreó no pocas lesiones. Sus películas eran muy dinámicas y él siempre terminaba venciendo a cualquier enemigo que se cruzara en su camino.

Pero el western por entonces no dejaba de ser un género menor, sin grandes títulos, con abundantes producciones de serie B en estudio. Necesitaba un impulso que le diera cierto prestigio y ésto sucedió con La caravana de Oregón (James Cruze, 1923), relato de las dificultades de dos caravanas camino de Oregon que se acerca bastante a una óptica de documental y está rodado enteramente en exteriores.

Con El caballo de hierro (1924) y Tres hombres malos (1926) llegamos al director que ha llevado al western a su edad adulta y ha filmado las mejores obras maestras del género: John Ford. Estas dos películas suyas empiezan a elevar el nivel del cine del Oeste y anticipan la primera obra cumbre del director. Pero antes de eso, el género pasó una primera crisis motivada por una parte por la llegada del sonoro y por otra por una saturación de westerns baratos que parecían llevar al género a un punto muerto.

Sin embargo, Billy el Niño (King Vidor, 1930) o La gran jornada (Raoul Walsh, 1930) son un salto de calidad que consolidan el western. Además, al año siguiente sucede un hecho muy importante: la película Cimarrón, de Wesley Ruggles, sobre el desarrollo del territorio de Oklahoma, recibe el Oscar a la mejor película. Aunque seguían predominando los films de serie B, el western estaba en el buen camino hacia su madurez, a lo que ayudó también Cecil B. de Mille con obras como Buffalo Bill (1936) o Unión Pacífico (1939).

Pero será John Ford el que cree la obra que pondrá al fin al western como género mayor, gracias a su fabulosa La diligencia (1939), que narra el viaje de diversas personas en una diligencia, adentrándose en su carácter y estableciendo una lucha entre ellos en la que se demuestra la superioridad moral de aquellos a los que la sociedad respetable desprecia. La diligencia demostró a los grandes estudios que el género podía dar lugar a grandes películas, rentables además.

El forastero (1940), de William Wyler, que trata sobre la peculiar figura del juez Roy Bean, que llevó su particular visión de la ley y la justicia a un territorio salvaje, sirvió para asentar esta tendencia de westerns sólidos, capaces de contar historias profundas.

Es entonces cuando comienza la edad de oro del género. Además, con los Estados Unidos metidos en la Segunda Guerra Mundial, el western se presta muy adecuadamente a plantear historias épicas que ensalcen el valor así como el pasado de la nación.

En todo caso, los años cuarenta del siglo XX verán nacer algunas de las mejores películas del género, como Murieron con las botas puestas (Raoul Walsh, 1941), ejemplo perfecto de la manipulación de la historia para crear un relato heroico. A pesar de ello, es un película grandiosa que aúna maravillosamente el espectáculo, la comedia, el romanticismo y la épica.

Incidente en Ox-Bow (William Wellman, 1943) aborda el tema del linchamiento de manera extremadamente realista. Duelo al sol (King Vidor, 1946) es otro de los títulos de referencia, con connotaciones de tragedia clásica y tan excesivo que puede resultar algo artificial. 

John Ford nos regala otra de sus obras maestras con Pasión de los fuertes (1946), donde cuenta la mejor versión filmada del famoso duelo en O.K. Corral, con un Victor Mature que, a las órdenes del director, realiza un trabajo impresionante como Doc Holliday, seguramente su mejor interpretación de siempre.

Río rojo (Howard Hawks, 1948) demostraba que el western era capaz de afrontar cualquier tipo de temas sin perder su esencia y nos ofrecía un enérgico duelo interpretativo entre el veterano John Wayne y un intenso Montgomery Clift.

La década se cierra con una nueva muestra del talento de John Ford para la épica y también para expresar los más profundos sentimientos en su famosa trilogía sobre la caballería con Fort Apache (1948), La legión invencible (1949) y Río Grande (1950).

El western se había asentado y demostrado también que era un vehículo capaz de afrontar cualquier tema, por extraño que pudiera parecer a un género tan específico. 

Los años cincuenta ahondarán en ese camino y aspectos como la cuestión india, la introspección psicológica de los personajes o temas sociales serán abordados abiertamente. Hay un pequeño atisbo de cambio que se irá haciendo más evidente conforme pasen los años. La edad de oro se va extinguiendo, pero aún así el cine del Oeste aún está muy vigente y es capaz de regalarnos grandes títulos como Solo ante el peligro (Fred Zinneman, 1952), que cuestiona la figura del héroe solitario, algo que no sentará muy bien a John Wayne, Encubridora (Fritz Lang, 1952), con la inquietante Marlene Dietrich, o la sorprendente Johnny Guitar (1954), donde Nicholas Ray crea un revolucionario cambio de roles, con las mujeres como protagonistas y los hombres en el lugar reservado hasta ahora a las damas. Es también en esta película donde se puede ver con claridad la explotación expresiva del uso del color, que se había impuesto con la utilización masiva del Technicolor.

John Ford vuelve a sorprender con Centauros del desierto (1956) donde se produce otra ruptura con los postulados más clásicos del género, ya que el protagonista (John Wayne) ya no es el héroe perfecto, sino que esconde un misterioso pasado y está carcomido por un racismo que lo lleva a desear la muerte de su propia sobrina. Centauros del desierto está considerado como el mejor western de la historia, pero lo importante es que es una obra maestra donde Ford consigue la excelencia en todos los registros.

Horizontes de grandeza (1958), de William Wyler, plantea el choque entre la mentalidad del Este, refinada y culta, contra la del Oeste, asentada en valores inamovibles que cobijan venganzas y odios arraigados en lo más profundo y códigos de honor tan arcaicos como absurdos.

Río Bravo (1959) es la respuesta de Howard Hawks a Solo ante el peligro y nos presenta a un shérif fuerte, valiente y que no pide ayuda para desempeñar su cometido, en contraste con la conducta poco profesional, según Hawks, del shérif Will Kane en la obra de Zinnemann.

Pero la década quedaría incompleta sin hacer mención a Anthony Mann, director que filmó algunos de los mejores westerns de este período, con la colaboración inestimable de James Stewart, reconvertido tras la Segunda Guerra Mundial hacia papeles dramáticos. Winchester 73 (1950), Horizontes lejanos (1952), Tierras lejanas (1954) y El hombre de Laramie (1955) son algunas de sus obras clave en el género.

La llegada de los años sesenta supone un nuevo cambio en el género, que se vuelve más reflexivo y se intelectualiza. Surgen las películas revisionistas y desmitificadoras, además de un nuevo concepto de protagonista, alejado del héroe clásico, una tendencia que comenzara en la década anterior y que ahora se agudiza. Ya no se ensalza la épica y los argumentos se vuelven más oscuros, buscando una mayor veracidad en las historias, protagonizadas a menudo por perdedores.

John Ford es de nuevo el que parece señalar el camino con El hombre que mató a Liberty Valance (1962), donde desmonta los mitos sobre el Oeste y sus héroes, fruto más bien de relatos mistificadores que de hechos verdaderamente contrastados. 

Destaca especialmente en estos años la figura de Sam Peckinpah y sus westerns atípicos y muy personales, donde domina una visceralidad brutal, con una explosión de violencia radical y protagonistas perdedores que no encajan en el mundo cambiante de principios del siglo XX, que marca el fin de la época dorada de la colonización del Oeste. Entre sus películas más representativas destacan Duelo en la alta sierra (1962), inaugurando lo que se denominó el western crepuscular, Mayor Dundee (1965) y su obra más significativa, Grupo salvaje (1969), de una extremada violencia y donde se confunden deliberadamente buenos y malos en un relato que también, curiosamente, ensalza la lealtad y la amistad. En 1970, con La balada de Cable Hogue, ejemplifica la muerte del universo del Oeste ante la llegada de los nuevos tiempos en una obra tan divertida como nostálgica.

Aún hay tiempo para algún film que recuerda a la etapa dorada, fruto de los viejos realizadores que aún siguen en activo, como es el caso de Howard Hawks y El dorado (1966), que forma parte de una trilogía que había comenzado con Río Bravo, a la que este film recuerda poderosamente, y que se completaría con Río Lobo (1970).

En estos años, además del western crepuscular, nace también el spaghetti western, denominado así por haber sido creado y desarrollado por directores italianos. Sus señas de identidad son la simplificación llevada al límite de argumentos y diálogos, utilización de estereotipos del género, presencia de protagonistas sin una moral clara, lejos del héroe del western americano clásico, y una violencia explícita y gratuita. El director que representa mejor esta corriente es Sergio Leone, autor de las películas más representativas de este subgénero: Por un puñado de dólares (1964), La muerte tenia un precio (1965) y El bueno, el feo y el malo (1966), conocidas como la trilogía del dólar.

Pero lo más destacado del spaghetti western es que fue ahí donde se consolidó Clint Eastwood que, mucho después, dejará alguna que otra gran aportación al western moderno.

Los años setenta representan la consolidación de la tendencia del género comenzada en la década anterior. Los títulos importantes empiezan a escasear y el western es considerado como un género en vías de extinción.

En estos años aparecen nuevos directores con su peculiar aportación al universo del western. Por ejemplo, tenemos Los vividores (1971), de Robert Altman, donde se repite la fórmula de un protagonista perdedor incapaz de realizar sus sueños.

Las aventuras de Jeremiah Johnson (1972), de Sidney Pollack, con Robert Redford, señala otra vía al buscar más realismo en un film donde se ensalza sobre todo la belleza de la naturaleza salvaje donde los pioneros tenían que luchar contra ella para sobrevivir, además de con los indios, que defendían sus santuarios profanados por los blancos.

Sam Peckinpah nos deja una nueva obra crepuscular, de un Oeste que se muere, con su peculiar visión de la vida de Billy el Niño en Pat Garret y Billy el Niño (1973), donde destaca la música de Bob Dylan, que tiene también un papel en la película.

Si hay una película que podría representar el ocaso del género es La puerta del cielo (1980) del desafortunado Michael Cimino. Obra muy ambiciosa, resultó tan cara de producir y tuvo tan pobre acogida por parte del público que supuso la quiebra de la United Artists.

Desde los años ochenta, el western siguió con su escasez de títulos, pero negándose a firmar su defunción, como han ido demostrando algunos títulos, escasos , es cierto, que de vez en cuando recuerdan que este género, tan unido a la historia del cine, aún es capaz de producir grandes películas que, es verdad, son vistas casi como anacronismos, pues las modas van por otros derroteros. 

Pero no deja de alegrar a los fervientes admiradores del western que podamos disfrutar de títulos como Silverado (1985) de Laurence Kasdan, una propuesta más bien clásica que, sin ser excepcional, tuvo una buena acogida por parte del público. 

También de 1985 es El jinete pálido, de Clint Eastwood, donde el director rinde un homenaje al western clásico, pues esta película es una versión personal de Raíces profundas (George Stevens, 1953), otro de los grandes títulos del western sobre un pistolero que busca dejar atrás su pasado, aunque infructuosamente.

En 1990 el género revive con Bailando con lobos, dirigida e interpretada por Kevin Costner. Obra ambiciosa, hermosa y muy cuidada, ensalza la cultura de los indios americanos, criticando la colonización por parte de los blancos, al tiempo que ofrece un canto a la amistad más allá de razas y culturas. Además, Costner ganó el Oscar a la mejor película, segundo western que lo lograba después de Cimarron en 1931.

Pero es Clint Eastwood con Sin perdón (1992) el que revitaliza el género de manera magistral y demuestra que no ha pasado de moda y, bien realizado, tiene mucho que ofrecer. Su película, sobre un pistolero retirado que vuelve al trabajo para salir de la miseria en que vive, es una obra de arte que ganó el tercer Oscar a la mejor película en la historia de los westerns.

La década de los noventa empezaba con fuerza, aunque era evidente que mantener ese nivel resultaba complicado.

Dos películas se centraron en la mítica figura de Wyatt Earp: Tombstone: la leyenda de Wyatt Earp (1993) de George Pan Cosmatos, no muy lograda a pesar se su ambiciosa concepción, y Wyatt Earp (1994) de Laurence Kasdan, mejor que la precedente aunque no fue bien recibida por la crítica.

El siglo XXI nos ha dejado algunos westerns destacables, si bien, siendo sinceros, están bastante lejos de las grandes obras clásicas. Hay un enfoque más moderno pero también se aprecia cierto gusto por mantener ciertos patrones clásicos. Es que si algo funciona, lo mejor es aprovecharlo.

Kevin Costner volvió a un género que no se le ha dado mal, como director y como actor, en 2003 con Open Range, un western de corte clásico y argumento sencillo que funciona bien precisamente por su modestia. La secuencia del tiroteo final está resuelta de manera admirable.

En una línea parecida se podría situar a Appaloosa (2008), de Ed Harris. De nuevo estamos ante un western con sabor a clásico y un argumento sin complicaciones. La nota original la aporta el personaje de Allison (Renée Zellweger), una mujer de lo más original que se puede ver en un western.

Sin embargo, el cine del Oeste no fue capaz de escapar a la moda de los remakes y a comienzos de siglo tuvimos un par de muestras. James Mangold firmó El tren de las 3:10 (2007) recreando el film del mismo título de Delmer Daves de 1957. Adaptando el tratamiento a los nuevos tiempos, Mangold demostró que algo tan personal como el estilo no se puede copiar.

Y Joel y Ethan Coen se atrevieron en 2010 con su versión de Valor de ley de Henry Hathaway de 1969. A decir verdad, su película está muy bien realizada aunque la duda que se plantea es la necesidad de realizar casi una copia del original.

Un director de moda desde hace tiempo y con una fiel legión de admiradores, Quentin Tarantino, no se resistió a adentrarse en el género con dos películas fieles a su estilo y gustos. En 2012 dirigió Django desencadenado, un spaghetti western con su sello que puede entusiasmar o cansar, según se mire.

En 2015 repitió en el género con Los odiosos ocho, otro trabajo con su marca personal de violencia y chorros de conversaciones. Bajo la superficie, nada.

Bone Tomahawk (2015) de S. Craig Zahler ahonda en ese cine visceral que parece haberse instalado sin complejos. Es un western donde se mezclan dosis de comedia y de cine de terror en un intento de originalidad a base de brutalidad.

Tommy Lee Jones también se pasó al puesto de director en Deuda de honor (2014), donde se aleja del punto de vista que el cine clásico nos ofrecía del mundo del Oeste y nos da una visión, no se si realista, pero sí muy pesimista de ese mundo. Una película tremendamente triste.

Noticias del gran mundo (2020) es un western muy original firmado por Paul Greengrass. La clave es la relación que se establece entre el capitán Kyle Kidd y la pequeña Johanna mientras la lleva a reunirse con su familia. Es un relato sencillo pero contado con gran sensibilidad. Sin duda, un western diferente y entrañable. 

Es evidente que las modas imponen nuevos géneros y los héroes actuales tienen más que ver con aventureros del espacio o personajes sacados del universo del cómic. Sin embargo, muchas de estas películas, en su planteamiento, beben en las fuentes del western, creador de toda una mitología, un estilo y hasta un look característicos que sirvieron de base para obras de otras ramas.

A parte de ello, creo que siempre existirán autores y público dispuestos a revivir cualquier historia ambientada en el rico y sugerente universo del Oeste americano, que se presta a cualquier tipo de argumento y donde sus leyes siguen siendo las más adecuadas para según que tipo de historias y de héroes. 

¡Larga vida al western!

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