Dirección: Billy Wilder.
Guión: Charles Brackett y Billy Wilder (Novela: Charles R. Jackson).
Música: Miklós Rózsa.
Fotografía: John F. Seitz (B&W).
Reparto: Ray Milland, Jane Wyman, Phillip Terry, Howard Da Silva, Doris Dowling, Frank Faylen, Mary Young.
Lo primero que se debe destacar de Días sin huella (1945), cuyo título original me resulta mucho más apropiado, es que es la primera película que trata el tema del alcoholismo. Todas las que vienen después, y es imposible no citar Días de vino y rosas (Blake Edwards, 1962), le deben algo a esta película. De hecho, no pocos problemas tuvo el estudio antes del estreno, presionado por la industria del alcohol, que le ofreció cinco millones de dólares a la Paramount para que no la estrenara; o los partidarios de la prohibición de consumo de alcohol, que temían que la película fuese causa de un aumento del consumo; está claro que esta gente seguía sin entender nada, pues como se afirma en la película con toda razón "la Ley Seca incitó a la mayoría de los que hoy son alcohólicos", a parte de mostrar abiertamente los devastadores efectos del alcohol sobre el ser humano.
Ray Millan interpreta a Don Birman, un escritor que en realidad no ha llegado a escribir aún nada importante, pero a quién el miedo a no conseguir hacerlo le ha llevado al alcoholismo. Con la ayuda de su hermano y su novia, intenta sin éxito superar su dependencia de la bebida, hasta que en un fatídico fin de semana en que se queda sólo en casa caerá sin remedio en lo más profundo de su adicción.
El retrato que nos presentan Wilder y el guionista Charles Brackett de Birman es del todo desolador. Al comienzo, muy acertadamente, conocemos a Birman sereno y aparentemente en el buen camino, tras diez días sin beber, según declara. A partir de ahí, el desmoronamiento es escalofriante. Su apariencia se va descomponiendo progresivamente hasta terminar en un estado lamentable, en pijama, con un abrigo robado y sin afeitar. Pero la degradación moral es aún más terrible, mintiendo, suplicando, mendigando, robando, amenazando, ... en pos de un trago más, de otra botella, en una caída que, cuando parece que ha tocado fondo, da un nuevo giro para arrastrarlo aún más abajo. Al final, Birman termina en un hospital público para alcohólicos, del que escapa para sufrir de delirium tremens en un apartamento puesto patas arriba en busca de una botella y, finalmente, consiguiendo un revolver para quitarse de en medio.
Hay algunas escenas magistrales, como cuando relata al barman los efectos beneficiosos del alcohol en su mente, liberándolo y convirtiéndolo en un artista genial mientras la Tercera Avenida se transforma en El Nilo. En general, los diálogos de la película son magníficos ("una copa es demasiado y cien no bastan"), pero en esta escena alcanzan el punto más alto. También me gustaría recordar aquella otra en que roba el bolso a la chica de la mesa de al lado para poder pagarse la bebida o cuando deambula por las calles en busca de una casa de empeños abierta y, por fin, el momento del delirio en la soledad del apartamento.
Y hay que reconocer el magnífico trabajo de Ray Milland, impresionante en su progresivo deterioro hasta el punto final en que, de pronto, recupera el aplomo cuando ha decidido suicidarse. Ganó merecidamente el Oscar al mejor actor. Junto a éste, el film se alzó con otros tres Oscars: mejor película, mejor director y guión adaptado.
El Código Hays obligó a un final feliz que tal vez resulte un consuelo a tanto dolor como se vio a lo largo de la película. Pero, a pesar de que Billy Wilder se pliega a las normas, la crudeza de lo que acaba de mostrarnos es tal que el efecto de su discurso no queda empañado por ese final esperanzador y siempre, lo más pesimistas, podrán pensar que el pobre de Don Birman se está engañando una vez más.
Ray Millan interpreta a Don Birman, un escritor que en realidad no ha llegado a escribir aún nada importante, pero a quién el miedo a no conseguir hacerlo le ha llevado al alcoholismo. Con la ayuda de su hermano y su novia, intenta sin éxito superar su dependencia de la bebida, hasta que en un fatídico fin de semana en que se queda sólo en casa caerá sin remedio en lo más profundo de su adicción.
El retrato que nos presentan Wilder y el guionista Charles Brackett de Birman es del todo desolador. Al comienzo, muy acertadamente, conocemos a Birman sereno y aparentemente en el buen camino, tras diez días sin beber, según declara. A partir de ahí, el desmoronamiento es escalofriante. Su apariencia se va descomponiendo progresivamente hasta terminar en un estado lamentable, en pijama, con un abrigo robado y sin afeitar. Pero la degradación moral es aún más terrible, mintiendo, suplicando, mendigando, robando, amenazando, ... en pos de un trago más, de otra botella, en una caída que, cuando parece que ha tocado fondo, da un nuevo giro para arrastrarlo aún más abajo. Al final, Birman termina en un hospital público para alcohólicos, del que escapa para sufrir de delirium tremens en un apartamento puesto patas arriba en busca de una botella y, finalmente, consiguiendo un revolver para quitarse de en medio.
Hay algunas escenas magistrales, como cuando relata al barman los efectos beneficiosos del alcohol en su mente, liberándolo y convirtiéndolo en un artista genial mientras la Tercera Avenida se transforma en El Nilo. En general, los diálogos de la película son magníficos ("una copa es demasiado y cien no bastan"), pero en esta escena alcanzan el punto más alto. También me gustaría recordar aquella otra en que roba el bolso a la chica de la mesa de al lado para poder pagarse la bebida o cuando deambula por las calles en busca de una casa de empeños abierta y, por fin, el momento del delirio en la soledad del apartamento.
Y hay que reconocer el magnífico trabajo de Ray Milland, impresionante en su progresivo deterioro hasta el punto final en que, de pronto, recupera el aplomo cuando ha decidido suicidarse. Ganó merecidamente el Oscar al mejor actor. Junto a éste, el film se alzó con otros tres Oscars: mejor película, mejor director y guión adaptado.
El Código Hays obligó a un final feliz que tal vez resulte un consuelo a tanto dolor como se vio a lo largo de la película. Pero, a pesar de que Billy Wilder se pliega a las normas, la crudeza de lo que acaba de mostrarnos es tal que el efecto de su discurso no queda empañado por ese final esperanzador y siempre, lo más pesimistas, podrán pensar que el pobre de Don Birman se está engañando una vez más.
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