El cine y yo

Me resulta imposible imaginar mi vida sin el cine. De alguna manera me ha ido conformando en salas oscuras, donde el universo por entero brillaba ante mí y la realidad, la otra realidad, desaparecía milagrosamente para dar paso a una vida ilimitada. Al menos, cuando yo era niño era así.


Uno de los primeros recuerdos que tengo es de pánico y fascinación. La película se titulaba "Jerónimo" y yo tenía tres años. En un televisor en blanco y negro, con una imagen seguramente bastante pobre, aquella película me aterraba y me atraía en partes iguales, y yo sentía que estaba ante algo que me superaba. Desde entonces, mi vida y el cine han ido de la mano.


El cine me nutría de imágenes que abrían mi imaginación como quién abre una ventana a las montañas. El cine me proporcionaba una vida nueva infinita en aventuras y en heroicidades. El cine era un baúl, un escondite y una fuente. En el misterio estaba la plenitud.


El cine eran las sesiones de los sábados a las cuatro; eran las películas para adultos a las que accedíamos antes incluso de llegar a pisar la adolescencia, con el atractivo inmenso de todo lo prohibido; eran las fichas en cartulinas y los recortes de fotografías; eran los estrenos con colas interminables; era la conversación con aquella chica que me atrapó hasta hacerme olvidar donde estábamos... e incluso fue una declaración de amor.


No puedo imaginarme mi vida sin el cine. Nada sería lo mismo. Dejemos pues que pasen ante nosotros, en palabras, imágenes de toda una vida.

jueves, 10 de junio de 2010

Días sin huella



Dirección: Billy Wilder.
Guión: Charles Brackett y Billy Wilder (Novela: Charles R. Jackson).
Música: Miklós Rózsa.
Fotografía: John F. Seitz (B&W).
Reparto: Ray Milland, Jane Wyman, Phillip Terry, Howard Da Silva, Doris Dowling, Frank Faylen, Mary Young.

Lo primero que se debe destacar de Días sin huella (1945), cuyo título original me resulta mucho más apropiado, es que es la primera película que trata el tema del alcoholismo. Todas las que vienen después, y es imposible no citar Días de vino y rosas (Blake Edwards, 1962), le deben algo a esta película. De hecho, no pocos problemas tuvo el estudio antes del estreno, presionado por la industria del alcohol, que le ofreció cinco millones de dólares a la Paramount para que no la estrenara; o los partidarios de la prohibición de consumo de alcohol, que temían que la película fuese causa de un aumento del consumo; está claro que esta gente seguía sin entender nada, pues como se afirma en la película con toda razón "la Ley Seca incitó a la mayoría de los que hoy son alcohólicos", a parte de mostrar abiertamente  los devastadores efectos del alcohol sobre el ser humano.

Ray Millan interpreta a Don Birman, un escritor que en realidad no ha llegado a escribir aún nada importante, pero a quién el miedo a no conseguir hacerlo le ha llevado al alcoholismo. Con la ayuda de su hermano y su novia, intenta sin éxito superar su dependencia de la bebida, hasta que en un fatídico fin de semana en que se queda sólo en casa caerá sin remedio en lo más profundo de su adicción.

El retrato que nos presentan Wilder y el guionista Charles Brackett de Birman es del todo desolador. Al comienzo, muy acertadamente, conocemos a Birman sereno y aparentemente en el buen camino, tras diez días sin beber, según declara. A partir de ahí, el desmoronamiento es escalofriante. Su apariencia se va descomponiendo progresivamente hasta terminar en un estado lamentable, en pijama, con un abrigo robado y  sin afeitar. Pero la degradación moral es aún más terrible, mintiendo, suplicando, mendigando, robando, amenazando, ... en pos de un trago más, de otra botella, en una caída que, cuando parece que ha tocado fondo, da un nuevo giro para arrastrarlo aún más abajo. Al final, Birman termina en un hospital público para alcohólicos, del que escapa para sufrir de delirium tremens en un apartamento puesto patas arriba en busca de una botella y, finalmente, consiguiendo un revolver para quitarse de en medio.

Hay algunas escenas magistrales, como cuando relata al barman los efectos beneficiosos del alcohol en su mente, liberándolo y convirtiéndolo en un artista genial mientras la Tercera Avenida se transforma en El Nilo. En general, los diálogos de la película son magníficos ("una copa es demasiado y cien no bastan"), pero en esta escena alcanzan el punto más alto. También me gustaría recordar aquella otra en que roba el bolso a la chica de la mesa de al lado para poder pagarse la bebida o cuando deambula por las calles en busca de una casa de empeños abierta y, por fin, el momento del delirio en la soledad del apartamento.

Y hay que reconocer el magnífico trabajo de Ray Milland, impresionante en su progresivo deterioro hasta el punto final en que, de pronto, recupera el aplomo cuando ha decidido suicidarse. Ganó merecidamente el Oscar al mejor actor. Junto a éste, el film se alzó con otros tres Oscars: mejor película, mejor director y guión adaptado.

El Código Hays obligó a un final feliz que tal vez resulte un consuelo a tanto dolor como se vio a lo largo de la película. Pero, a pesar de que Billy Wilder se pliega a las normas, la crudeza de lo que acaba de mostrarnos es tal que el efecto de su discurso no queda empañado por ese final esperanzador y siempre, lo más pesimistas, podrán pensar que el pobre de Don Birman se está engañando una vez más.

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