El cine y yo

Me resulta imposible imaginar mi vida sin el cine. De alguna manera me ha ido conformando en salas oscuras, donde el universo por entero brillaba ante mí y la realidad, la otra realidad, desaparecía milagrosamente para dar paso a una vida ilimitada. Al menos, cuando yo era niño era así.


Uno de los primeros recuerdos que tengo es de pánico y fascinación. La película se titulaba "Jerónimo" y yo tenía tres años. En un televisor en blanco y negro, con una imagen seguramente bastante pobre, aquella película me aterraba y me atraía en partes iguales, y yo sentía que estaba ante algo que me superaba. Desde entonces, mi vida y el cine han ido de la mano.


El cine me nutría de imágenes que abrían mi imaginación como quién abre una ventana a las montañas. El cine me proporcionaba una vida nueva infinita en aventuras y en heroicidades. El cine era un baúl, un escondite y una fuente. En el misterio estaba la plenitud.


El cine eran las sesiones de los sábados a las cuatro; eran las películas para adultos a las que accedíamos antes incluso de llegar a pisar la adolescencia, con el atractivo inmenso de todo lo prohibido; eran las fichas en cartulinas y los recortes de fotografías; eran los estrenos con colas interminables; era la conversación con aquella chica que me atrapó hasta hacerme olvidar donde estábamos... e incluso fue una declaración de amor.


No puedo imaginarme mi vida sin el cine. Nada sería lo mismo. Dejemos pues que pasen ante nosotros, en palabras, imágenes de toda una vida.

viernes, 11 de junio de 2010

Uno, dos, tres


Que Billy Wilder es uno de los grandes está fuera de toda. Que dirigió alguna de las mejores comedias de todos los tiempos también. Basta recordar Con faldas y a lo loco o El apartamento para confirmarlo. Pero el film que nos ocupa en esta ocasión, Uno, dos, tres (1961), si bien puede que no tenga la reputación de los anteriores, se puede afirmar que está a su altura y es una de las comedias más alocadas y divertidas de la historia.

C. R. MacNamara (James Cagney) es el director de la Coca-Cola en Berlín Occidental. Su sueño siempre ha sido ocupar un alto cargo en Europa que le permita regresar a Estados Unidos con una buena posición en la empresa, pero por unos motivos u otros no termina de conseguirlo. Ahora parece que se presenta una buena ocasión de cimentar su carrera, al tener como invitada a la hija del gran jefe, de visita por Europa. Lo que no sabe MacNamara es que la joven Scarlett (Pamela Tiffin) es una muchacha bastante problemática y enamoradiza.

Con su colaborador habitual para el guión, I. A. L. Diamond, Billy Wilder construye una comedia tremendamente divertida, ingeniosa y sin un minuto de respiro, donde vuelve a dejar claro su talento para hacer comedias prácticamente perfectas. Wilder se basa en una obra del mismo título del húngaro Ferenc Molnar, pero la adapta a la época de la Guerra Fría, con lo que le sirve para hacer una inteligente crítica de la lucha entre los dos bloques, ridiculizándolos sin piedad.

Pero la clave del éxito de la película reside en su ritmo trepidante que no deja ni un segundo de pausa, con gags visuales soberbios pero, especialmente, unos diálogos precisos, rápidos y agudos y una crítica de todo cuanto pasa en la película: el capitalismo, las ansias de poder, la familia, la política, la religión y hasta la aristocracia. Para ello, Wilder llena la película de personajes impagables: la secretaria imponente que se vende al mejor postor; los comunistas descreídos que loquean con las curvas de la secretaria; los empleados alemanes, con un pasado nazi que sale por todas partes; el idealista Otto (Horst Buchholz), con la cabeza llena de pájaros o la cínica e incisiva señora MacNamara (Arlene Francis), uno de los personajes más cómicos de la película.

Al ritmo alocado de "La danza del sable" (Khachaturian), la película es también un momento de gloria para James Cagney, en su penúltima película (la última será Ragtime, veinte años después), soberbio en un papel alejado de sus comienzos, pero en que demuestra el enorme potencial de un actor excepcional que borda su papel y lleva sobre sus espaldas todo el peso de la película.

Wilder no se complica mucho y con un humor elemental, directo, con el recurso a las carreras locas, a personajes que son en realidad absurdos prototipos o colosales caricaturas, logra hacer un film genial, una comedia disparatada que puede provocar más de un dolor de barriga a base de tantas carcajadas sin tregua.

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