Dirección: Raoul Walsh.
Guión: Douglas Fairbanks y Lotta Woods.
Música: Mortimer Wilson.
Fotografía: Arthur Edeson (B&W).
Reparto: Douglas Fairbanks, Julanne Johnston, Snitz Edwards, Charles Belcher, Anna May Wong, Sojin, Brandon Hurst, Tote Du Crow, Noble Johnson.
Ahmed (Douglas Fairbanks) es un ladrón que se gana la vida con pequeños robos en las calles de Bagdad. Un día, sin embargo, decide entrar a robar en el palacio del califa y allí descubrirá a la princesa (Julanne Johnston) y se enamorará de ella.
A menudo pensamos en la época del cine mudo y nos vienen a la mente las comedias breves de Chaplin, Buster Keaton o Harold Lloyd. Pero hay otra vertiente con obras tan curiosas como ambiciosas que forjaron la reputación de Hollywood como una fábrica de sueños. Y El ladrón de Bagdad (1924) sin duda es un ejemplo perfecto de este cine grandioso.
Lo primero que llama la atención es cuánto había progresado el cine en menos de veinte años. Es verdad que el concepto aún es bastante rudimentario y los conflictos muy básicos, lo cuál también se entiende por tratarse de cine mudo y por la necesidad de exponer con la máxima claridad los argumentos a unos espectadores que también estaban aprendiendo a conocer e interpretar el nuevo arte. De ahí las actuaciones teatrales, de gestos ampulosos y sentimientos expresados con toda la pompa y artificiosidad del mundo.
Pero por encima de estas limitaciones, chocantes hoy en día pero seguramente completamente normales entonces, vemos progresos innegables a la hora de ofrecer una aventura densa, llena de sorprendentes efectos especiales y desbordante de imaginación. Los animales terroríficos, los tesoros que buscan los príncipes, el complot del príncipe mongol (Sojin), el romance de la bella princesa (Julanne Johnston) y el héroe demuestran que el cine ya era capaz de enfrentarse a tramas complejas sin rubor. Si bien las escenas de los enfrentamientos de Ahmed con las bestias que le salen al paso resultan hoy en día muy elementales, algunos momentos de su encuentro con la princesa rebosan sensibilidad y romanticismo y tienen una fuerza innegable.
Además, el trabajo de Raoul Walsh es realmente soberbio. La base, es verdad, siguen siendo unas escenas planificadas casi como cuadros vivientes, con un planteamiento muy rígido, pero el director es capaz de ofrecer algunos planos mucho más elaborados, como la llegada del príncipe mongol a la isla de Wak, por ejemplo, que sorprenden por su originalidad, sin duda avanzada para su época.
Otro detalle impresionante son los maravillosos decorados, obra de William C. Menzies, el director artístico, que construyó toda una ciudad de Bagdad con sus imponentes murallas y estilizados minaretes. Es cierto que algunas veces la escena se presenta como saturada, con escenario y extras comprimidos en un espacio reducido y la credibilidad de algunos decorados es dudosa hoy en día, pero si nos ponemos en la piel de un espectador de 1924 el espectáculo debía ser mayúsculo.
Pero no podemos olvidarnos del papel crucial de Douglas Fairbanks en la obra. El ladrón de Bagdad es en gran medida una obra suya: elaboró el guión, la produjo y fue la estrella absoluta de la historia, exhibiendo su cuerpo atlético (gran parte de la película lude el torso desnudo) y sus dotes de acróbata. Fairbanks, al que la llegada del sonoro apartó del cine, estaba entonces en su mejor momento y sin duda esta cinta es la prueba absoluta de ello.
El ladrón de Bagdad es un regalo sorprendente, una aventura repleta de peligros, conspiraciones, fantasía desbordante y uno de esos héroes tan perfectos como inimitables. Cuesta creer que una película de 1924 siga resultando, en muchos aspectos, inigualable.
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