Dirección: Buster Keaton.
Guión: Jean Havez, Joe Mitchell y Clyde Bruckman.
Fotografía: Elgin Lessley y Byron Houck (B&W).
Reparto: Buster Keaton, Kathryn McGuire, Joe Keaton, Ward Crane, Ford West.
Un joven proyeccionista (Buster Keaton) sueña con convertirse en detective. Sin embargo, en su primer caso resulta que será él el acusado de un robo.
Si algo destaca especialmente en El moderno Sherlock Holmes (1924) es el derroche de imaginación de Buster Keaton, tan creativo como gracioso.
La historia se centra en el personaje del proyeccionista, un tipo sencillo, imaginativo y un tanto tope en el tema de las relaciones con los demás, lo que queda muy patente en la secuencia en que encuentra un dólar en la basura, que le permitiría ofrecer un buen regalo a su amada (Kathryn McGuire), y termina perdiendo los dos que tenía.
Y lo mismo le sucede con la mujer que ama, dejándose vencer por la timidez y sin saber reaccionar cuando otro hombre (Ward Crane) se entromete entre ambos.
Nuestro aspirante a detective, humillado, regresa a su profesión resignado. Estando proyectando una película, se adormece y entonces sueña que participa él también en el film que está en pantalla. Se introduce en la película y entonces los personajes de la película pasan a ser su amada y el rufián que quiso robársela. Y en la ficción, él sí que es un gran detective que no teme a nada y es un hombre seguro de sí mismo, decidido e inteligente.
Sin duda, estamos ante un ejemplo maravilloso de la desbordante imaginación de unos guionistas con libertad absoluta para plantear cualquier ocurrencia, pero con el acierto de que encaja perfectamente en el discurso y da una doble lección: el cine como modelo, de ahí que el proyeccionista aprenda de los actores de la película que está proyectando cómo ser cortés con su chica; y el cine como vehículo de evasión, lugar mágico donde todo es posible y podemos llegar a ser el héroe que la vida real nos niega.
Cuando nos maravillamos con películas como La rosa púrpura de El Cairo (Woody Allen, 1985) no imaginábamos que la idea ya se le había ocurrido a unos guionistas más de sesenta años atrás.
El humor de El moderno Sherlock Holmes es el típico del cine mudo: caídas, acrobacias, trompazos... hasta está presente la eterna monda de plátano. Y lo bueno es que son bromas que siguen funcionando, porque tocan la esencia de lo que motiva la risa; los gags del cine mudo fueron algo simple, pero perfectos en su eficacia. En el fondo, lo que nos lleva a partirnos de risa no ha cambiado, está en la naturaleza humana y Buster Keaton conocía las teclas y las ejecutaba con la eficacia de un maestro.
En tan solo 45 minutos, Keaton nos ofrece un romance tierno, una lección del poder del cine y una historia sencilla pero tremendamente simpática. La calidad no implica cantidad.
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