El cine y yo

Me resulta imposible imaginar mi vida sin el cine. De alguna manera me ha ido conformando en salas oscuras, donde el universo por entero brillaba ante mí y la realidad, la otra realidad, desaparecía milagrosamente para dar paso a una vida ilimitada. Al menos, cuando yo era niño era así.


Uno de los primeros recuerdos que tengo es de pánico y fascinación. La película se titulaba "Jerónimo" y yo tenía tres años. En un televisor en blanco y negro, con una imagen seguramente bastante pobre, aquella película me aterraba y me atraía en partes iguales, y yo sentía que estaba ante algo que me superaba. Desde entonces, mi vida y el cine han ido de la mano.


El cine me nutría de imágenes que abrían mi imaginación como quién abre una ventana a las montañas. El cine me proporcionaba una vida nueva infinita en aventuras y en heroicidades. El cine era un baúl, un escondite y una fuente. En el misterio estaba la plenitud.


El cine eran las sesiones de los sábados a las cuatro; eran las películas para adultos a las que accedíamos antes incluso de llegar a pisar la adolescencia, con el atractivo inmenso de todo lo prohibido; eran las fichas en cartulinas y los recortes de fotografías; eran los estrenos con colas interminables; era la conversación con aquella chica que me atrapó hasta hacerme olvidar donde estábamos... e incluso fue una declaración de amor.


No puedo imaginarme mi vida sin el cine. Nada sería lo mismo. Dejemos pues que pasen ante nosotros, en palabras, imágenes de toda una vida.

jueves, 16 de junio de 2022

Mesas separadas



Dirección: Delbert Mann.

Guión: Terence Rattigan y John Gay (Teatro: Terence Rattigan).

Música: David Raksin.

Fotografía: Charles Lang, Jr. (B&W).

Reparto: Deborah Kerr, Rita Hayworth, David Niven, Wendy Hiller, Burt Lancaster, Gladys Cooper, Cathleen Nesbitt, Felix Aylmer, Rod Taylor, Audrey Dalton, May Hallatt, Priscilla Morgan.

En el Hotel Beauregard, de Bournemouth, se alojan diversos huéspedes fijos desde hace tiempo. Conviven en un ambiente de cortesía y buenos modales, pero es solo en apariencia.

Hacía tiempo que una película no me impactaba como lo ha hecho Mesas separadas (1958). En mi vida, solo un pequeño puñado de películas me han dejado boquiabierto, emocionado y conmovido. Son esas pequeñas joyas, grandes en realidad, que nos regala el cine de vez en cuando y esta obra de Delbert Mann ha pasado a formar parte de esa lista.

Mesas separadas no es más que una incisiva excursión a los más recónditos parajes del alma humana. Dicho así puede parecer que estamos ante un film cargante, denso, pedante. No lo es. La mirada de Terence Rattigan y John Gay sobre la naturaleza humana es certera, directa y llena de comprensión. Es más, su tolerancia, su inclinación al perdón llega a ser abrumadora, por lo sinceramente que consiguen penetrar en las más profundas necesidades de las personas. No es que con ello se justifique todo, pero sí que arrojan luz en lo que muchas veces no somos capaces de iluminar, ni queriendo.

La película es un recorrido por la soledad de las personas y lo devastador de sus consecuencias. En el fondo, la soledad es un sentimiento que puede ser más fuerte que el amor, por ejemplo, y mucho más devastador. Y los clientes fijos del Hotel Bournemouth tienen en común la soledad, aunque algunos ni siquiera lo sepan.

El profesor Fowler (Felix Aylmer), tras dedicar su vida a la enseñanza, está solo, esperando la visita de un alumno que nunca llegará. La señorita Meacham (May Hallat) se ha refugiado en el mundo de las apuestas en carreras de caballos, porque no ha sabido relacionarse con la gente, a la que siempre le tuvo miedo y, ahora, decrépita, ya ni lo intenta. Pat Cooper (Wendy Hiller), la dueña del hotel, parece haber encontrado al fin alguien que la quiere, pero será una ilusión también y aceptará resignada su destino, quizá es más fuerte que el resto, a su pesar.

John Malcolm (Burt Lancaster) se ha refugiado en el hotel en busca de paz con que curarse las heridas de un amor fracasado. Pero ni encuentra la paz ni olvida, ni siquiera bebiendo. Y cuando su exmujer, Ann (Rita Hayworth), asustada por el paso de los años y por la soledad en que vive, acude en busca de consuelo a su lado, lo hará con una sarta de mentiras, ocultando su debilidad y sin saber que es precisamente la verdad, con él y consigo misma, la que podría ayudarla. Pero cuesta ser sincera con los demás, y a menudo aún más con una misma.

Pero el caso más patético es el del coronel Angus Pollock (David Niven), que se ha inventado una vida y un pasado gloriosos porque no le gusta cómo es. Tímido, con miedo hacia todo el mundo, especialmente hacia las mujeres, marcado por la figura de su padre, que lo despreciaba, Angus busca en la oscuridad del cine a desconocidas a las que intentar tocar y, a pesar de que sabe que está mal, no puede evitarlo. Cuando esto se descubre, la autoritaria señora Railton-Bell (Gladys Cooper), amargada y déspota con su hija enferma, Sibyl (Deborah Kerr), convence a otros huéspedes para que lo expulsen inmediatamente. Es la imagen de la intransigencia, de un concepto de la moral tan inhumano que deja de ser moral y es casi tortura. La señora Railton-Bell parece que la única manera que tiene de ponerse en valor es hiriendo a sus semejantes, hundiéndolos para salir ella, en comparación, mejor parada. Pero solamente consigue aislarse más y más, sin remedio.

El reparto es también un regalo para el espectador. Empezando por el apasionado Burt Lancaster, contenido y certero en su interpretación y siguiendo con Rita Hayworth, hermosa y frágil a la vez, altiva y débil, de apariencia fuerte e interiormente a punto de romperse. Su trabajo es perfecto a la hora de trasmitir ese temor de toda mujer hermosa al declive provocado por el paso del tiempo. Deborah Kerr tiene el papel más difícil, al interpretar a una joven insegura, sometida por una madre autoritaria e intransigente, presa de crisis nerviosas. Es fácil caer en la exageración, pero la actriz sortea ese peligro con maestría. Sería innecesario alabar a cada uno de los actores, pues todos brillan con luz propia, sea más importante o menos su rol. Sin embargo, hay que detenerse en David Niven, un actor que nunca fue de mi agrado pero que, en esta ocasión, hace un trabajo impresionante: desde la impostura de su vida inventada, lleno de orgullo y don de gentes, hasta la humillación al ser descubiertas sus mentiras y sus debilidades carnales. David Niven es capaz de trasmitirnos su dolor más sincero y su vergüenza de manera increíblemente conmovedora. El Oscar que ganó por este trabajo es absolutamente merecido.

Delbert Mann, director que comenzó su carrera en la televisión, tuvo valiosísimas incursiones en el mundo del cine, desde su debut con Marty (1955), con el que ganaría el Oscar al mejor director, hasta esta película, en la que demuestra su estilo elegante y eficaz. La escena final, casi sin palabras, consigue poner un nudo en la garganta en el espectador utilizando el mínimo de recursos, pero sabiendo utilizar con eficacia la alternancia del primer plano y el plano general, potenciando las miradas, los gestos y dejando que las imágenes hablen por sí solas.

Mesas separadas es un recorrido abrumador por la condición humana. La soledad es el eje principal, pero también hay lugar para abordar temas como el de la intolerancia, las mentiras, los miedos hacia los demás y hacia uno mismo, el amor avasallador y la ausencia del mismo. Todo en un reducido grupo de personas, un microcosmos donde se resumen los dramas y frustraciones de la vida en sociedad, la aceptación de uno mismo, los sueños incumplidos, la pérdida de la juventud, .... Y todo contado con inteligencia, con delicadeza, con un mensaje de esperanza, defendiendo la comprensión, el cariño y el perdón de un modo elegante, delicado y certero. Todo un regalo que explica porqué estamos enamorados del buen cine.

Mesas separadas tuvo siete nominaciones a los Oscars, aunque finalmente solo obtuvo dos: el citado para David Niven como mejor actor y otro para Wendy Hiller como mejor actriz secundaria.

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