El cine y yo

Me resulta imposible imaginar mi vida sin el cine. De alguna manera me ha ido conformando en salas oscuras, donde el universo por entero brillaba ante mí y la realidad, la otra realidad, desaparecía milagrosamente para dar paso a una vida ilimitada. Al menos, cuando yo era niño era así.


Uno de los primeros recuerdos que tengo es de pánico y fascinación. La película se titulaba "Jerónimo" y yo tenía tres años. En un televisor en blanco y negro, con una imagen seguramente bastante pobre, aquella película me aterraba y me atraía en partes iguales, y yo sentía que estaba ante algo que me superaba. Desde entonces, mi vida y el cine han ido de la mano.


El cine me nutría de imágenes que abrían mi imaginación como quién abre una ventana a las montañas. El cine me proporcionaba una vida nueva infinita en aventuras y en heroicidades. El cine era un baúl, un escondite y una fuente. En el misterio estaba la plenitud.


El cine eran las sesiones de los sábados a las cuatro; eran las películas para adultos a las que accedíamos antes incluso de llegar a pisar la adolescencia, con el atractivo inmenso de todo lo prohibido; eran las fichas en cartulinas y los recortes de fotografías; eran los estrenos con colas interminables; era la conversación con aquella chica que me atrapó hasta hacerme olvidar donde estábamos... e incluso fue una declaración de amor.


No puedo imaginarme mi vida sin el cine. Nada sería lo mismo. Dejemos pues que pasen ante nosotros, en palabras, imágenes de toda una vida.

sábado, 18 de junio de 2022

Tambores lejanos



Dirección: Raoul Walsh.

Guión: Niven Busch y Martin Rackin (Historia: Niven Busch).

Música: Max Steiner.

Fotografía: Sid Hickox.

Reparto: Gary Cooper, Mari Aldon, Richard Webb, Ray Teal, Arthur Hunnicutt, Robert Barrat, Dan White, Clancy Cooper, Gregg Barton. 

1840, en plena guerra de los Estados Unidos contra los semínolas de la península de Florida, el capitán Quincy Wyatt (Gary Cooper) recibe la misión de entorpecer el comercio de armas con los indios, por lo que deberá destruir un fuerte que sirve de depósito a los contrabandistas que negocian con los semínolas.

Si tuviera que resumir Tambores lejanos (1951) con una palabra sería sencillez. Todo en esta película es muy simple, desde el argumento a los diálogos, desde el planteamiento al desenlace.

La película parte de una premisa muy básica: el capitán Wyatt deberá destruir el almacén de armas que están complicando la guerra contra los semínolas. Con ello ya tenemos el motor de la historia, que se reduce a ese ataque y el regreso a territorio seguro. Este comienzo se adereza, eso sí, con el detalle enternecedor del hijo pequeño del capitán, que servirá para añadir un punto dramático cuando llegue el momento del desenlace.

El interés fundamental de Raoul Walsh es la acción pura y dura, que ocupará la parte principal y más extensa del relato, de manera que todo lo que no sea imprescindible se supeditará a ese fin.

El retrato de los protagonistas es demasiado elemental y el guión tan solo dedica breves instantes para proporcionar la información imprescindible sobre ellos, nada más. Quincy es un militar que vive al margen de sus compañeros, aislado en la selva. No sabremos nada más sobre su vida hasta el desenlace, de manera que es un personaje sin profundidad, más allá de su valor.

Judy (Mari Aldon), a la que rescatan en el fuerte que destruyen, aporta el imprescindible romance que, de todos modos, ocupa muy poco tiempo en el desarrollo de la historia. Y de nuevo volvemos a la simplicidad absoluta: de Judy tan solo conoceremos que desea vengarse de alguien que mató a su padre y el proceso de enamoramiento de ella y el capitán se resuelve con un par de miradas, una conversación sobre dónde vivirá ella cuando salgan de los pantanos y un beso. No hay tiempo para más.

Entonces, es la parte de la acción donde deberíamos encontrar el punto fuerte de Tambores lejanos. En parte es así, pero tampoco Raoul Walsh consigue llegar a la excelencia. 

El asalto al fuerte que guarda las armas, presentado como una empresa imposible para un grupo de cuarenta soldados, se resuelve con una facilidad pasmosa, lo que ya nos anuncia lo que vendrá a continuación.

Es cierto que la imagen de los pantanos y los peligros que encierran (serpientes, caimanes e indios) está bien planteada, pero el afán de querer plantear un peligro insalvable, una huída sin esperanzas de éxito, resulta contraproducente. Y es que el camino por los pantanos es difícil, sí, pero adivinamos sin problemas que lo conseguirán, y no uno o dos afortunados, sino un buen puñado de hombres y dos mujeres.

Pero además, las escenas de lucha tampoco están muy bien resultas y resulta imposible de concebir que un pequeño número de soldados salgan sin un rasguño ante unas salvas de fusiles que pelarían un bosque. Sobre todo, porque se ve que están a escasa distancia y, aún así, los peligrosos indios parece que disparan con balas de fogueo.

Otro problema más es que la expedición por los pantanos se alarga en exceso, con lo que se vuelve un tanto monótona, pues repite el esquema de caminata, descanso, ataque indio y huída sin variaciones. Además, como sabemos de antemano que los soldados, al menos una parte de ellos, van a lograr salir vivos de allí, la ausencia de una incertidumbre real resta mucha emoción a una parte demasiado larga que provoca, por momentos, cierta fatiga.

Y la simplicidad también preside el final, donde de manera precipitada se compone un desenlace que tampoco reviste mucha emoción y donde el final feliz resulta demasiado idílico. 

Tambores lejanos parece, en general, una película más propia de los años veinte o treinta del siglo XX, donde una sencillez tal se podía explicar porque el cine aún estaba en pleno proceso de maduración. Pero en 1951, incluso en el western, ya se había alcanzado un grado de desarrollo que permitía mayores honduras argumentales.

No digo que sea un film fallido, no, pero es tan elemental que parece más un producto para un público infantil, menos exigente y que disfruta de pasatiempos básicos como éste.

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