El cine y yo

Me resulta imposible imaginar mi vida sin el cine. De alguna manera me ha ido conformando en salas oscuras, donde el universo por entero brillaba ante mí y la realidad, la otra realidad, desaparecía milagrosamente para dar paso a una vida ilimitada. Al menos, cuando yo era niño era así.


Uno de los primeros recuerdos que tengo es de pánico y fascinación. La película se titulaba "Jerónimo" y yo tenía tres años. En un televisor en blanco y negro, con una imagen seguramente bastante pobre, aquella película me aterraba y me atraía en partes iguales, y yo sentía que estaba ante algo que me superaba. Desde entonces, mi vida y el cine han ido de la mano.


El cine me nutría de imágenes que abrían mi imaginación como quién abre una ventana a las montañas. El cine me proporcionaba una vida nueva infinita en aventuras y en heroicidades. El cine era un baúl, un escondite y una fuente. En el misterio estaba la plenitud.


El cine eran las sesiones de los sábados a las cuatro; eran las películas para adultos a las que accedíamos antes incluso de llegar a pisar la adolescencia, con el atractivo inmenso de todo lo prohibido; eran las fichas en cartulinas y los recortes de fotografías; eran los estrenos con colas interminables; era la conversación con aquella chica que me atrapó hasta hacerme olvidar donde estábamos... e incluso fue una declaración de amor.


No puedo imaginarme mi vida sin el cine. Nada sería lo mismo. Dejemos pues que pasen ante nosotros, en palabras, imágenes de toda una vida.

sábado, 25 de noviembre de 2023

El prisionero de Zenda



Dirección: Richard Thorpe.

Guión: John L. Balderston y Noel Langley (Novela: Anthony Hope).

Música: Alfred Newman.

Fotografía: Joseph Ruttenberg.

Reparto: Stewart Granger, Deborah Kerr, James Mason, Louis Calhern, Jane Greer, Lewis Stone, Robert Douglas. 

El ciudadano inglés Rudolf Rassendyll (Stewart Granger) viaja a Ruritania, en centro Europa, con la intención de dedicarse a pescar. Sin embargo, lo hace la víspera de la coronación de su príncipe heredero, con el que guarda un asombroso parecido, lo que provocará un cambio radical en sus planes.

El director Richard Thorpe, un especialista en films de aventuras, es el encargado de dirigir El prisionero de Zenda (1952), nueva versión de la película homónima de 1937 interpretada por Ronald Colman. Una producción lujosa que sin embargo funciona correctamente, pero sin grandeza.

Tal vez el primer escollo que plantea el argumento es admitir la posibilidad de que alguien se haga pasar por el príncipe y que nadie note la suplantación, y más teniendo en cuenta que el impostor es inglés y el soberano de un país imaginario que podríamos identificar con Austria fácilmente. Así que, admitiendo una parecido físico sorprendente, queda la cuestión del idioma y el acento.

Salvando este pequeño inconveniente, el resto de la trama transcurre por los cauces más estereotipados del género, con un héroe que es la perfección absoluta en honor, valor y sentimientos nobles, y unos malvados traidores, falsos y perversos. Es verdad que dado el tono de la historia, este enfoque es el esperado y funciona correctamente, más aún si entendemos la época en que está realizada la cinta y su función de entretener y al mismo tiempo transmitir ciertos valores. En cambio, sí que podemos ver una cierta crítica hacia la nobleza, pues el príncipe Rudolf (el mismo Stewart Granger) es un bebedor empedernido y un tanto botarate.

El problema que le encuentro principalmente es la preponderancia absoluta de los diálogos, de manera que los momentos en que el protagonista está en peligro son mínimos y las escenas de acción se limitan a un par, siendo el duelo con Rupert de Hentzau (James Mason) realmente magnífico, lo que aumenta nuestra desazón al no contar con más momentos de ese nivel. Con ello, la aventura pierde la parte más atractiva para los espectadores que acuden a ver este tipo de propuestas, adquiriendo demasiado peso la parte romántica sin que resulte esta demasiado convincente, tal vez por lo acartonado de los diálogos entre Rudolf y la princesa Flavia (Deborah Kerr), cuya rigidez reprime los sentimientos, expresados de un modo que no llegan al espectador con eficacia.

En todo caso, en el reparto no tenemos nada que echar de menos. Stewart Granger era un habitual de este tipo de papeles y la verdad es que encajaba bastante bien en ese rol. En esta ocasión, además, también encarna al príncipe Rudolf en otro registro muy diferente y tampoco aquí desentona en absoluto. Deborah Kerr siempre me pareció una actriz sumamente elegante y como princesa está perfecta. Pero el papel más interesante finalmente se lo quedó James Mason, un villano genial con cierto encanto disimulando su maldad y que el actor inglés sabía encarnar con una eficacia encomiable.

En todo caso, y a pesar de no resultar una cinta perfecta, todos aquellos amantes de las aventuras clásicas encontrarán todos los elementos que ha convertido este género en un fuente de diversión genuina. Es ese cine simple, abiertamente orientado al entretenimiento y realizado con gusto, esmero y grandes mensajes positivos y que nos solía dejar siempre una sensación de euforia muy reconfortante.

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