Dirección: Richard Thorpe.
Guión: John L. Balderston y Noel Langley (Novela: Anthony Hope).
Música: Alfred Newman.
Fotografía: Joseph Ruttenberg.
Reparto: Stewart Granger, Deborah Kerr, James Mason, Louis Calhern, Jane Greer, Lewis Stone, Robert Douglas.
El ciudadano inglés Rudolf Rassendyll (Stewart Granger) viaja a Ruritania, en centro Europa, con la intención de dedicarse a pescar. Sin embargo, lo hace la víspera de la coronación de su príncipe heredero, con el que guarda un asombroso parecido, lo que provocará un cambio radical en sus planes.
El director Richard Thorpe, un especialista en films de aventuras, es el encargado de dirigir El prisionero de Zenda (1952), nueva versión de la película homónima de 1937 interpretada por Ronald Colman. Una producción lujosa que sin embargo funciona correctamente, pero sin grandeza.
Tal vez el primer escollo que plantea el argumento es admitir la posibilidad de que alguien se haga pasar por el príncipe y que nadie note la suplantación, y más teniendo en cuenta que el impostor es inglés y el soberano de un país imaginario que podríamos identificar con Austria fácilmente. Así que, admitiendo una parecido físico sorprendente, queda la cuestión del idioma y el acento.
Salvando este pequeño inconveniente, el resto de la trama transcurre por los cauces más estereotipados del género, con un héroe que es la perfección absoluta en honor, valor y sentimientos nobles, y unos malvados traidores, falsos y perversos. Es verdad que dado el tono de la historia, este enfoque es el esperado y funciona correctamente, más aún si entendemos la época en que está realizada la cinta y su función de entretener y al mismo tiempo transmitir ciertos valores. En cambio, sí que podemos ver una cierta crítica hacia la nobleza, pues el príncipe Rudolf (el mismo Stewart Granger) es un bebedor empedernido y un tanto botarate.
El problema que le encuentro principalmente es la preponderancia absoluta de los diálogos, de manera que los momentos en que el protagonista está en peligro son mínimos y las escenas de acción se limitan a un par, siendo el duelo con Rupert de Hentzau (James Mason) realmente magnífico, lo que aumenta nuestra desazón al no contar con más momentos de ese nivel. Con ello, la aventura pierde la parte más atractiva para los espectadores que acuden a ver este tipo de propuestas, adquiriendo demasiado peso la parte romántica sin que resulte esta demasiado convincente, tal vez por lo acartonado de los diálogos entre Rudolf y la princesa Flavia (Deborah Kerr), cuya rigidez reprime los sentimientos, expresados de un modo que no llegan al espectador con eficacia.
En todo caso, en el reparto no tenemos nada que echar de menos. Stewart Granger era un habitual de este tipo de papeles y la verdad es que encajaba bastante bien en ese rol. En esta ocasión, además, también encarna al príncipe Rudolf en otro registro muy diferente y tampoco aquí desentona en absoluto. Deborah Kerr siempre me pareció una actriz sumamente elegante y como princesa está perfecta. Pero el papel más interesante finalmente se lo quedó James Mason, un villano genial con cierto encanto disimulando su maldad y que el actor inglés sabía encarnar con una eficacia encomiable.
En todo caso, y a pesar de no resultar una cinta perfecta, todos aquellos amantes de las aventuras clásicas encontrarán todos los elementos que ha convertido este género en un fuente de diversión genuina. Es ese cine simple, abiertamente orientado al entretenimiento y realizado con gusto, esmero y grandes mensajes positivos y que nos solía dejar siempre una sensación de euforia muy reconfortante.
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