El cine y yo

Me resulta imposible imaginar mi vida sin el cine. De alguna manera me ha ido conformando en salas oscuras, donde el universo por entero brillaba ante mí y la realidad, la otra realidad, desaparecía milagrosamente para dar paso a una vida ilimitada. Al menos, cuando yo era niño era así.


Uno de los primeros recuerdos que tengo es de pánico y fascinación. La película se titulaba "Jerónimo" y yo tenía tres años. En un televisor en blanco y negro, con una imagen seguramente bastante pobre, aquella película me aterraba y me atraía en partes iguales, y yo sentía que estaba ante algo que me superaba. Desde entonces, mi vida y el cine han ido de la mano.


El cine me nutría de imágenes que abrían mi imaginación como quién abre una ventana a las montañas. El cine me proporcionaba una vida nueva infinita en aventuras y en heroicidades. El cine era un baúl, un escondite y una fuente. En el misterio estaba la plenitud.


El cine eran las sesiones de los sábados a las cuatro; eran las películas para adultos a las que accedíamos antes incluso de llegar a pisar la adolescencia, con el atractivo inmenso de todo lo prohibido; eran las fichas en cartulinas y los recortes de fotografías; eran los estrenos con colas interminables; era la conversación con aquella chica que me atrapó hasta hacerme olvidar donde estábamos... e incluso fue una declaración de amor.


No puedo imaginarme mi vida sin el cine. Nada sería lo mismo. Dejemos pues que pasen ante nosotros, en palabras, imágenes de toda una vida.

domingo, 26 de noviembre de 2023

Que el cielo la juzgue



Dirección: John M. Stahl.

Guión: Jo Swerling (Novela: Ben Ames Williams).

Música: Alfred Newman.

Fotografía: Leon Shamroy.

Reparto: Gene Tierney, Cornel Wilde, Jeanne Crain, Vincent Price, Mary Philips, Gene Lockhart, Reed Hadley, Darryl Hickman, Chill Wills. 

Richard Harland (Cornel Wilde), un joven escritor, conoce en un tren a la atractiva Ellen Berent (Gene Tierney). Ambos se enamoran casi de inmediato y contraen matrimonio al poco tiempo. Sin embargo, poco a poco Richard empezará a darse cuenta de que Ellen no es como había imaginado.

John M. Stahl era un director más de Hollywood que había comenzado su andadura en la época del cine mudo. Especializado en melodramas, Que el cielo la juzgue (1945) es su película más reconocida y un ejemplo de cómo un buen artesano es capaz de construir un film tan oscuro en su argumento como impecable en sus formas.

La historia gira en torno a Ellen, una de esas malvadas de libro que merece sin duda un puesto de honor entre las villanas de cine más perturbadoras. En parte por sus actos, pero también por estar encarnada por la dulce y hermosa Gene Tierney, alejada aquí de sus papeles más típicos y dando vida a una mujer posesiva y celosa hasta el extremo y mucho más aterradora por el encanto hipnotizador de una mirada sublime. Por eso entendemos que Richard cayera rendido a sus pies sin remedio, porque parece imposible resistirse a una mujer de esa belleza que te mira a los ojos o te planta un beso apasionado.

Al principio de la cinta, Ellen se presenta tan arrebatadoramente cautivadora que nos enamora al igual que hace con Richard. Sin embargo, poco a poco iremos descubriendo su carácter por medio de ciertos comentarios sobre ella ("Ellen siempre gana") un tanto extraños, que preparan el terreno hasta que descubrimos cómo de obsesivos pueden llegar a ser sus celos. Ellen quiere a su marido en exclusividad y cualquiera que esté cerca de ambos le molesta. Cuando empiece a dar salida a toda su crueldad, quedaremos helados.

Primero mata al hermano de su marido, Danny (Darryl Hickman), y después provoca un aborto para librarse del "monstruo" que lleva dentro. Sin embargo, aún queda su último acto desesperado cuando Richard decide separarse de ella. Ellen no se resignará a perderlo sin luchar y se suicida planeándolo todo para que acusen de asesinato a su propia prima, Ruth (Jeanne Crain), de la está celosa, en un último acto de maldad.

Con un uso muy interesante del Technicolor, de hecho la fotografía se llevó el Oscar, el director nos ofrece un relato muy negro bajo una apariencia encantadora, llena de alegres colores y parajes de ensueño. Es la manera de decirnos que el mal puede anidar en cualquier parte, incluso un rostro angelical puede ocultar un corazón totalmente negro, capaz de infligirse el mayor daño posible con tal de perjudicar a otros. No hay maldad más absoluta y más peligrosa.

Es verdad que se puede argumentar que el guión resulta excesivo llevando los celos de Ellen a un extremo demasiado teatral. Ello quizá resta algo de verosimilitud a la historia, pero también la caracteriza de un modo inequívoco como una obra radical. Ahí está su esencia y su razón de ser: todo es melodramático, excesivo, enfermizo. Si puedes vivirla desde este planteamiento, resulta un film realmente perturbador.

Por cierto, resulta casi inevitable comparar a Ellen con la Alex (Glenn Close) de Atracción fatal (Adrian Lyne, 1987). Ambas son mujeres posesivas hasta la enfermedad, pero Ellen posee la sutileza y el buen gusto que reinaba a mediados del siglo pasado, mientras que Alex responde más a los excesos en que terminó cayendo el cine en la actualidad, donde prima el sensacionalismo barato. Sin duda, Que el cielo la juzgue ensombrece merecidamente el trabajo de Adrian Lyne.

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