Dirección: John M. Stahl.
Guión: Jo Swerling (Novela: Ben Ames Williams).
Música: Alfred Newman.
Fotografía: Leon Shamroy.
Reparto: Gene Tierney, Cornel Wilde, Jeanne Crain, Vincent Price, Mary Philips, Gene Lockhart, Reed Hadley, Darryl Hickman, Chill Wills.
Richard Harland (Cornel Wilde), un joven escritor, conoce en un tren a la atractiva Ellen Berent (Gene Tierney). Ambos se enamoran casi de inmediato y contraen matrimonio al poco tiempo. Sin embargo, poco a poco Richard empezará a darse cuenta de que Ellen no es como había imaginado.
John M. Stahl era un director más de Hollywood que había comenzado su andadura en la época del cine mudo. Especializado en melodramas, Que el cielo la juzgue (1945) es su película más reconocida y un ejemplo de cómo un buen artesano es capaz de construir un film tan oscuro en su argumento como impecable en sus formas.
La historia gira en torno a Ellen, una de esas malvadas de libro que merece sin duda un puesto de honor entre las villanas de cine más perturbadoras. En parte por sus actos, pero también por estar encarnada por la dulce y hermosa Gene Tierney, alejada aquí de sus papeles más típicos y dando vida a una mujer posesiva y celosa hasta el extremo y mucho más aterradora por el encanto hipnotizador de una mirada sublime. Por eso entendemos que Richard cayera rendido a sus pies sin remedio, porque parece imposible resistirse a una mujer de esa belleza que te mira a los ojos o te planta un beso apasionado.
Al principio de la cinta, Ellen se presenta tan arrebatadoramente cautivadora que nos enamora al igual que hace con Richard. Sin embargo, poco a poco iremos descubriendo su carácter por medio de ciertos comentarios sobre ella ("Ellen siempre gana") un tanto extraños, que preparan el terreno hasta que descubrimos cómo de obsesivos pueden llegar a ser sus celos. Ellen quiere a su marido en exclusividad y cualquiera que esté cerca de ambos le molesta. Cuando empiece a dar salida a toda su crueldad, quedaremos helados.
Primero mata al hermano de su marido, Danny (Darryl Hickman), y después provoca un aborto para librarse del "monstruo" que lleva dentro. Sin embargo, aún queda su último acto desesperado cuando Richard decide separarse de ella. Ellen no se resignará a perderlo sin luchar y se suicida planeándolo todo para que acusen de asesinato a su propia prima, Ruth (Jeanne Crain), de la está celosa, en un último acto de maldad.
Con un uso muy interesante del Technicolor, de hecho la fotografía se llevó el Oscar, el director nos ofrece un relato muy negro bajo una apariencia encantadora, llena de alegres colores y parajes de ensueño. Es la manera de decirnos que el mal puede anidar en cualquier parte, incluso un rostro angelical puede ocultar un corazón totalmente negro, capaz de infligirse el mayor daño posible con tal de perjudicar a otros. No hay maldad más absoluta y más peligrosa.
Es verdad que se puede argumentar que el guión resulta excesivo llevando los celos de Ellen a un extremo demasiado teatral. Ello quizá resta algo de verosimilitud a la historia, pero también la caracteriza de un modo inequívoco como una obra radical. Ahí está su esencia y su razón de ser: todo es melodramático, excesivo, enfermizo. Si puedes vivirla desde este planteamiento, resulta un film realmente perturbador.
Por cierto, resulta casi inevitable comparar a Ellen con la Alex (Glenn Close) de Atracción fatal (Adrian Lyne, 1987). Ambas son mujeres posesivas hasta la enfermedad, pero Ellen posee la sutileza y el buen gusto que reinaba a mediados del siglo pasado, mientras que Alex responde más a los excesos en que terminó cayendo el cine en la actualidad, donde prima el sensacionalismo barato. Sin duda, Que el cielo la juzgue ensombrece merecidamente el trabajo de Adrian Lyne.
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