Dirección: Michael Power y Emeric Pressburger.
Guión: Michael Powell y Emeric Pressburger (Novela: Rumer Godden).
Música: Brian Easdale.
Fotografía: Jack Cardiff.
Reparto: Deborah Kerr, Sabu, David Farrar, Flora Robson, Esmond Knight, Jean Simmons, Kathleen Byron, Jenny Laird, Judith Furse, May Hallatt, Nancy Roberts.
A las Siervas de María, una congregación de monjas anglicanas, les ceden el Palacio de Mopu, en una región remota del Himalaya. Allí piensan fundar una escuela y un dispensario y la hermana Clodagh (Deborah Kerr) es nombrada la superiora de ese convento.
Considerada por muchos críticos como una gran película, tal vez la mejor del duo de directores-guionistas, Narciso negro (1947) es cuando menos un film realmente extraño.
La historia se centra en un grupo de monjas que llegan a un remoto paraje en las montañas para fundar un convento, escuela y dispensario. La ilusión y el empeño de sacar adelante el difícil proyecto pronto empieza a torcerse por el aislamiento, el entorno natural y la presencia de Dean (David Farrar), el agente del general que gobierna la región.
Poco a poco, las hermanas empiezan a verse alteradas por el lugar y brotan en ellas recuerdos casi olvidados, reprimidos y pasiones secretas que cada vez les cuesta más dominar.
Al estar filmada en 1947, es evidente que todas las implicaciones sexuales de la historia, muy evidentes, son tratadas de manera sesgada, evitando resultar demasiado explícitas. Y por ahí es por donde empiezan a torcerse las indudablemente interesantes proposiciones que encierra el guión, adaptación de una novela de Rumer Godden, lo que tal vez explique algunos detalles, como que el desarrollo de la cinta carezca de una unidad narrativa cohesionada y por momentos se parezca más a pequeños capítulos con el nexo en común del palacio y sus moradores, con personajes que tienen breves apariciones y que no terminan de encajar del todo en la historia.
Pero el detalle menos logrado, o tal vez el más afectado por el paso del tiempo, es el tono tan melodramático del conjunto, con algunos personajes llevados al extremo, como la hermana Ruth (Kathleen Byron) o el ama de llaves (May Hallat), y una tendencia nada disimulada al dramatismo sin cortapisas, como en la escena en que Ruth, tras dejar los hábitos, se pinta los labios o el delirante momento en que esa misma Ruth, completamente enajenada, intenta matar a la hermana Clodagh. Son estos elementos tan exagerados los que convierten el final de la historia en un film cercano al género de terror o al surrealismo, algo que termina por descolocarnos del todo.
Porque, bien mirado, todo en la película resulta muy curioso desde el principio: que las monjas funden su convento en un palacio que era la residencia de las esposas del viejo general, con pinturas obscenas en las paredes; un ama de llaves que parece más loca que otra cosa, un santón que vive en la montaña y que nunca acaba de encajar en el relato, pero ahí está, dado un toque muy pintoresco a la historia, o la joven Kanchi (Jean Simmons), una especie de gata permanentemente en celo que olfatea con lujuria a cada hombre que se le acerque.
Estos excesos, el llevar todo al límite, junto con unos diálogos tan cargados de doble sentido que a menudo resultan incomprensibles, hace que la historia parezca surgida de un mal sueño, con lo que cuesta sentirse identifico con ella, con sus personajes, que parecen más figuras de un melodrama que personas de carne y hueso.
Puede que para muchos ahí resida el encanto y la originalidad de la cinta, pero a mí me produjo más incredulidad que otra cosa, pues nada de lo relatado parecía resultar del todo coherente y con sentido.
La película ganó el Oscar a la mejor fotografía y a la mejor dirección artística en color, sin duda reconocimientos más que merecidos, pues en ambos apartados Narciso negro resulta especialmente lograda.
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