Dirección: Richard Thorpe.
Guión: Talbot Jennings, Jean Lustig y Nöel Langley (Novela: Thomas Malory).
Música: Miklós Rózsa.
Fotografía: F. A. Young y Stephen Dade.
Reparto: Robert Taylor, Ava Gardner, Mel Ferrer, Anne Crawford, Stanley Baker, Felix Aylmer, Maureen Swanson, Gabriel Woolf, Anthony Forwood, Robert Urquhart, Niall MacGinnis.
En una Inglaterra en continúas luchas entre los señores feudales, Arturo (Mel Ferrer) intentará ser coronado rey para lograr pacificar el país.
Solamente el nombre de Richard Thorpe ya nos indica lo que vamos a presenciar. A este buen director especializado en películas de aventuras le debemos títulos tan notables como Ivanhoe (1952) o Las aventuras de Quentin Durward (1955), ambas también con Robert Taylor como primera figura, o algunas de las películas de Tarzán protagonizadas por el mítico Johnny Weissmuller.
En este caso la acción se centra en la figura del rey Arturo y sus caballeros, especialmente su relación de amistad con Lancelot (Robert Taylor), que se debate entre la lealtad al rey y el amor que siente por la reina Ginebra (Ava Gardner), que además le corresponde.
Curiosamente, la acción se traslada a la Edad Media, imagino que porque visualmente permite mucho más juego que la remota época en que se sitúa la leyenda de Arturo.
La cinta sigue los patrones clásicos de este tipo de aventuras, con el enfrentamiento con los malvados de turno, en este caso el caballero Mordred (Stanley Baker) y Morgana (Anne Crawford), hermanastra de Arturo, pretendientes también del trono inglés y, bajo su aparente sumisión al rey, conspirando en secreto para hacerse con el poder.
Aunque es cierto que cualquiera que conozca este tipo de cintas sabe de antemano el desenlace, la trama de la conspiración buscando debilitar la posición de la reina desvelando su amor secreto por Lancelot está muy bien planteada y es el eje sobre el que gira toda la historia.
Hemos de reconocer, sin embargo, que Richard Thorpe está más preocupado por ofrecer un gran espectáculo que de adentrarse en los aspectos psicológicos o románticos, por lo que la película, grandiosa en decorados, parafernalia y épica, no logra el mismo nivel en el tema del amor entre Lancelot y Ginebra. También porque sus conversaciones no logran desprenderse de la pomposidad que domina los diálogos de la cinta, lo que resta ardor y cercanía a su pasión.
Sobre el tema de los diálogos, hemos de convenir que hoy en día parecen demasiado teatrales, pero se entienden por la intención de adaptarse mejor a lo que se supone que era habitual en la época en que transcurre la historia, además de darle un toque culto y caballeresco que sin duda es el que exige la historia. Además, en 1953 imagino que el resultado sería mucho más impactante que ahora.
Lo que sí que podemos observar es un rasgo realmente característico de este tipo de aventuras de aquellos años y es la clara separación entre buenos y malos, sin ningún tipo de matices. Así, tanto Lancelot como Arturo, Ginebra, Elena (Maureen Sansom), que se casará con Lancelot, y su hermano Percival (Gabriel Woolf) son todos un dechado de virtudes, incapaces de cualquier maldad, virtuosos, esforzados y valientes. En cambio Morgana y Mordred reúnen toda la maldad imaginable.
Esta división tan nítida resta credibilidad a la historia, pero el fin último de Los caballeros de rey Arturo no es ni la fidelidad histórica ni ofrecer un relato complicado. Estamos ante un film ejemplarizante, épico y grandioso, más cercano al mundo del cómic que a una realidad concreta. Aceptando esta premisa, entendemos y justificamos las licencias de todo tipo en post de un relato dinámico, glorioso y moralizador. De ahí también el toque religioso con el tema del Grial y las voces divinas que guían a Percival.
Quizá en la parte menos conseguida podríamos añadir, a parte de la historia de amor de Lancelot y Ginebra, la escasez de escenas de lucha, que además no se resuelven un modo especialmente brillante.
En todo caso, Los caballeros del rey Arturo es una de esas cintas que siempre es grato volver a ver porque representan un cine sin complicaciones, de grandes mensajes sencillos y que se aleja de excentricidades. Ofrece lo que se espera de este tipo de aventuras, especialmente en los años de su realización, y con el paso del tiempo llega a adquirir el encanto de una manera de hacer y entender el cine de aventuras que se ha perdido para siempre. Si la comparamos con Excalibur (1981), la preciosista interpretación del tema de Arturo de John Boorman, entenderemos perfectamente a qué me refiero.
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