Dirección: Robert Parrish.
Guión: William Bowers (Novela: Ferguson Findley).
Música: George Duning.
Fotografía: Joseph Walker (B&W).
Reparto: Broderick Crawford, Betty Buehler, Richard Kiley, Otto Hulett, Matt Crowley. Neville Brand, Ernest Borgnine, Walter Klavun, Lynne Baggett, Jean Alexander, Ralph Dumke, John Marley.
Una noche lluviosa, el policía Johnny Damico (Broderick Crawford) presencia un tiroteo donde muere un hombre. Al detener al hombre que disparó, este se identifica como policía y poco después escapa del lugar.
El cine de mediados del siglo pasado nos dejó verdaderas obras maestras en el cine negro, pero incluso las producciones más modestas, como este Poder invisible (1951), brillan hoy con especial fuerza, por un lado porque son películas hechas con sentido común, apoyadas en guiones sólidos e inteligentes, y por otra parte porque en comparación con el cine actual, resultan verdaderas joyas.
Poder invisible se sustenta con un argumento tan inteligentemente trabado como un reloj de precisión. La historia nos lleva a las mafias de los muelles y cómo no dudan en matar a cualquiera que pueda poner en peligro su imperio, ya sea un testigo o un policía. Al frente de esa mafia se encuentra una persona misteriosa de la que nadie parece saber mucho y es a ese individuo al que Damico tiene que descubrir, pues es el asesino que se burló de él utilizando la placa del policía al que poco antes había asesinado.
Así que nuestro protagonista se hace pasar por un trabajador más de los muelles y empieza a indagar, descubriendo un mundo cerrado, misterioso y peligroso. Y es entonces cuando el guión demuestra su solidez, dejando un puñado de escenas memorables, con una colección de personajes misteriosos, asesinatos, torturas y mentiras que nos mantendrán agarrados a los asientos hasta el mismo desenlace.
Robert Parrish demuestra su oficio concentrándose en los hechos, sin desvíos, de manera que todo sucede a un ritmo preciso, sin tiempos muertos. Es cierto que a veces se atropellan los datos, pero la trama se sigue con facilidad y, al contrario de lo que suele suceder en la actualidad, el guión no juega con los espectadores, es directo, está construido con todo el sentido del mundo y nos deleita con unos giros precisos y momentos realmente logrados.
En especial hay que alabar la calidad de los diálogos, secos, cortantes, inteligentes. Es una de esas películas en que cada frase tiene un interés especial, donde el humor y la dureza van de la mano y sirven para definir a los personajes y su mundo.
Broderick Crawford, que no era una estrella como Bogart, realiza sin embargo un papel que recuerda mucho al del astro de El halcón maltés (John Huston, 1941) y no solo resiste la comparación en plan tipo duro, sino que en muchos aspectos resulta más creíble incluso que el mismo Bogart, tal vez porque no es el típico actor atractivo, sino un tipo grueso que ofrece una imagen fuerte y seca y además su interpretación resulta perfecta.
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