Dirección: Barbra Streisand.
Guión: Pat Conroy y Becky Johnston (Novela: Pat Conroy).
Música: James Newton Howard.
Fotografía: Stephen Goldblatt.
Reparto: Nick Nolte, Barbra Streisand, Blythe Danner, Kate Nelligan, Jeroen Krabbé, Melinda Dillon, George Carlin, Jason Gould, Brad Sullivan.
Cuando su hermana melliza Savannah (Melinda Dillon) vuelve a intentar suicidarse, Tom Wingo (Nick Nolte) acude a Nueva York para intentar ayudar a la psiquiatra Susan Lowenstein (Barbra Streisand) en el tratamiento de su hermana.
El príncipe de las mareas (1991) es una de esas películas que me gustan tanto como me decepcionan, a partes iguales.
La historia se centra en tres hermanos que han tenido una infancia muy complicada a causa de unos padres enfrentados entre sí, agresivos y mentirosos. De ahí que Savannah sea una mujer tan sensible como inestable y Tom se pase la mayor parte del tiempo bromeando sobre todo para no enfrentarse a sus problemas. Ha elegido escapar. Solamente con su madre, a la que llama siempre por su nombre, Lila (Kate Nelligan), es cuando suelta su rabia en encendidas discusiones.
Será finalmente gracias a la doctora Lowenstein, que indaga en su infancia en busca de claves para ayudar a su hermana, que Tom al fin se enfrenta a sus traumas, se encuentra a sí mismo y se acepta, perdonando a sus padres y a sí mismo por todo el dolor acumulado.
Una historia, como se puede adivinar, dolorosa, triste y llena de conflictos que es capaz de conmover al más duro de los espectadores, en especial con un par de momentos verdaderamente intensos. Y es precisamente esa carga dramática, la excesiva dureza de la infancia de los Wingo cuando algo me previene y me pone en alerta sobre una historia tan dura como manipuladora. Porque realmente toda la parte de la película centrada en las confesiones de Tom a la psiquiatra resulta demasiado teatral. No digo que no puedan suceder casos así, como los que se describen, pero es el afán de crear un drama de dimensiones colosales lo no me gusta demasiado. Tanto esfuerzo por rizar el rizo me molesta.
Incluso algunos momentos rozan el esperpento, como la cena en casa de Susan con su marido (Jeroen Krabbé), todo un artista de fama mundial, comportándose como un imbécil redomado. Aquí, sin ningún disimulo, es donde vemos cómo el guión saca a relucir sus intenciones deshonestas de manipulación, forzando el drama de manera grotesca.
Además, las hermosas imágenes y la voz en off son como la gota que colma el vaso. Suenan a impostura, a artificio calculado. Y atención, que el relato tiene fuerza y resulta conmovedor. No es un mal discurso ni mucho menos. Solamente que me parece artificial, está todo demasiado calculado, hasta el desenlace, al cuadrar las piezas con tanta exactitud.
Curiosamente, la parte que me pareció más auténtica fue llegando al final, cuando vivimos el romance entre Tom y Susan. Es verdad que el tono sigue siendo acaramelado, con imágenes demasiado hermosas como para pensar que son espontáneas, pero al menos sí que percibí verdadera alegría en la manera de contarnos el romance de dos personas tristes que encuentran al fin una felicidad sorprendente y abrasadora. La manera en que los vemos disfrutar recuerda al primer amor de adolescencia y son puras en su esencia.
El desenlace de nuevo intenta crear el drama perfecto, eligiendo la corrección modélica y moralista para que nos quedemos con ese sabor agridulce que parece la meta buscada por los padres de la película.
Barbra Streisand es elegante como directora y un tanto extraña en su papel. Entiendo que no es una mujer fea, pero siempre me ha costado verla en papeles apasionados, de mujer atractiva. Nick Nolte vivía por entonces su mejor etapa y, sin ser un mal actor, siempre lo vi peligrosamente cercano al exceso. Como pareja en esta historia no terminaron de convencerme, no los veía juntos, pero eso es cosa mía.
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