Dirección: Peter Weir.
Guión: David Williamson, Peter Weir y C. J. Koch (Novela: C. J. Koch).
Música: Maurice Jarre.
Fotografía: Russell Boyd.
Reparto: Mel Gibson, Sigourney Weaver, Bill Kerr, Michael Murphy, Linda Hunt, Noel Ferrier, Bembol Roco, Domingo Landicho.
1965, el periodista australiano Guy Hamilton (Mel Gibson) llega a Yakarta en un momento de máxima tensión política. El fotógrafo local Billy (Linda Hunt) será su compañero en el trabajo y su amigo.
Peter Weir ya había llamado la atención del mundo del cine con un comienzo de su carrera realmente interesante, en especial con Picnic en Hanging Rock (1975), pero será precisamente El año que vivimos peligrosamente (1982) la cinta que le abrirá definitivamente las puertas de Hollywood, donde seguirá con una carrera llena de títulos notables.
Lo más destacable de la película es cómo con tan pocos elementos el director consigue montar un relato interesante sobre el amor y la amistad que destaca realmente más por la puesta en escena que por lo narrado, por lo que se insinúa que por lo que se muestra, por lo que promete que por lo que finalmente entrega.
Con estas afirmaciones se podría pensar que estamos ante un montaje aparente pero vacío. No del todo, porque gracias a la habilidad de Peter Weir, lo que podría ser un film pretencioso y pedante se libra de estas etiquetas gracias a una puesta en escena precisa que nos muestra las miserias de Indonesia sin abusar de clichés, o la mediocridad del mundo del periodismo como telón de fondo de una extraña amistad entre el misterioso Billy y el decidido y arrogante Guy. Una historia en la que irán aflorando las debilidades del primero, que busca desesperadamente algo que no existe: no existe el líder redentor de su pueblo, como no existe el amigo perfecto. Cuando Billy abra finalmente los ojos, cuando el mundo de fantasía y esperanza se derrumbe, cuando la muerte muestre su crueldad, no le quedará nada por lo que vivir.
Es en el relato sobre el amor entre Guy y Jill (Sigourney Weaver) donde el guión muestra más su carencia de profundidad. De nuevo, las promesas superan a lo obtenido y el romance se reduce realmente a muy poco, en especial si lo comparamos con la amistad entre Guy y Billy o incluso con el relato de las convulsiones políticas del momento que, al igual que el romance, amagan con más de lo que finalmente nos ofrecen.
Y a pesar de todo, Peter Weir consigue llenar casi dos horas de metraje que se pasan veloces, siempre pendientes del siguiente instante, de la siguiente confidencia, de un nuevo descubrimiento en las vidas de los protagonistas que, bien mirado, tampoco terminan de concretarse, quedando más dudas sobre quienes son realmente que lo que descubrimos. Es el arte de prometer, y lo ejerció con buen pulso.
Linda Hunt, en un papel masculino, se llevó el Oscar al mejor secundario mientras Mel Gibson mostraba su tremendo atractivo como llave para una carrera con algunos títulos resultones pero lejos de lo que parecía prometer.
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