El cine y yo

Me resulta imposible imaginar mi vida sin el cine. De alguna manera me ha ido conformando en salas oscuras, donde el universo por entero brillaba ante mí y la realidad, la otra realidad, desaparecía milagrosamente para dar paso a una vida ilimitada. Al menos, cuando yo era niño era así.


Uno de los primeros recuerdos que tengo es de pánico y fascinación. La película se titulaba "Jerónimo" y yo tenía tres años. En un televisor en blanco y negro, con una imagen seguramente bastante pobre, aquella película me aterraba y me atraía en partes iguales, y yo sentía que estaba ante algo que me superaba. Desde entonces, mi vida y el cine han ido de la mano.


El cine me nutría de imágenes que abrían mi imaginación como quién abre una ventana a las montañas. El cine me proporcionaba una vida nueva infinita en aventuras y en heroicidades. El cine era un baúl, un escondite y una fuente. En el misterio estaba la plenitud.


El cine eran las sesiones de los sábados a las cuatro; eran las películas para adultos a las que accedíamos antes incluso de llegar a pisar la adolescencia, con el atractivo inmenso de todo lo prohibido; eran las fichas en cartulinas y los recortes de fotografías; eran los estrenos con colas interminables; era la conversación con aquella chica que me atrapó hasta hacerme olvidar donde estábamos... e incluso fue una declaración de amor.


No puedo imaginarme mi vida sin el cine. Nada sería lo mismo. Dejemos pues que pasen ante nosotros, en palabras, imágenes de toda una vida.

domingo, 7 de mayo de 2023

El Gran Flamarion



Dirección: Anthony Mann.

Guión: Anne Wigton, Heinz Herald y Richard Weil (Historia: Vicki Baum).

Música: Alexander Laszlo.

Fotografía: James S. Brown (B&W).

Reparto: Erich von Stroheim, Mary Beth Hughes, Dan Duryea, Stephen Barclay, Lester Allen, Esther Howard, Michael Mark. 

En Ciudad de México, durante una representación en un teatro de variedades, se escuchan dos disparos. Connie (Mary Beth Hughes), una de las artistas, aparece muerta en su camerino y un hombre malherido se refugia entre los decorados.

El Gran Falmarion (1945) pertenece a la gran tradición del cine negro norteamericano que había inaugurado El halcón maltés (John Huston, 1941). No tiene el nombre de ésta o de otras obras capitales del género, tal vez por ser una película modesta, pero contiene la esencia del género y resulta una experiencia sobrecogedora.

Como en toda película de cine negro que se precie, la clave de El Gran Flamarion es la hermosa Connie, una joven de oscuro pasado casada con Al Wallace (Dan Duryea), del que se ha cansado pero al que no puede abandonar porque éste conoce demasiados secretos turbios sobre ella. Por eso traza un plan que la libre de él: seducir a su jefe, Flamarion (Erich von Stroheim), y lograr convencerlo de que la única manera de ser libres para amarse es matar a Al.

Flamarion es un tipo amargado, pues hace quince años sufrió un desengaño amoroso del que no se ha recuperado y lleva una vida solitaria consagrada a su trabajo: un número en el que demuestra su infalible puntería con el revólver. Aparentemente duro y reacio a cualquier contacto humano más allá del meramente profesional, en el fondo es un hombre incapaz de resistir las insinuaciones de la bella Connie, que logra hacer con él lo que quiere hasta llevarlo al límite en que solo puede pensar en librarse de Al, convencido del amor de Connie. 

Lógicamente, sabemos que ella no lo quiere, que lo engaña, como engañó a tantos otros antes. Y sufrimos al ver la caída de un pobre hombre manejado como una marioneta por una de las mujeres fatales más despiadadas del cine.

Narrada en un largo flashback mientras Flamarion agoniza, Anthony Mann, que años más tarde destacaría como director de unos westerns maravillosos protagonizados por James Stewart, explota con eficacia los escasos recursos de los que dispone, utilizando los decorados y los juegos de luces y sombras para crear un espacio agobiante donde el drama va tomando forma lenta pero irremediablemente. 

Al conocer el desenlace gracias a empezar la historia por el final, un recurso que esta vez sí que es necesario y funciona como potenciador del drama, sabemos que todo lo que le dice Connie a Flamarion son mentiras y sufrimos al ver como se encamina al infierno sin saberlo y sin que nosotros podamos hacer nada para impedirlo. Un poco como cuando veíamos un guiñol de niños y gritábamos al héroe advirtiéndole del peligro, nos gustaría aquí poder hacer lo mismo. Esta es la fuerza de la película, el acierto de presentar la historia desde su desenlace.

Erich von Stroheim, que había destacado como director durante la etapa del cine mudo, muestra su talento natural para la actuación al estilo grandilocuente propia de épocas iniciales del cine. A pesar de su porte militar y gestos autoritarios algo teatrales, su personaje resulta convincente, tal vez por ser un artista de variedades, y además aumenta así aún más el drama de su caída hasta ser una sombra de lo que había sido. Mary Beth Hughes, actriz a la que no conocía, me parece también perfecta en su papel, con una belleza inocente que la hace aún mucho más peligrosa porque parece incapaz de cualquier maldad.

El Gran Flamarion nos muestra la ruina de los hombres bajo el influjo de una mujer perversa. Es el lado menos agradable del amor: la ceguera, la pérdida de autoestima, la desgracia casi buscada. Un film triste, muy triste.

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