Dirección: William A. Wellman.
Guión: Ben Hecht.
Música: Oscar Levant.
Fotografía: W. Howard Green.
Reparto: Carole Lombard, Fredric March, Charles Winninger, Walter Connolly, Sig Rumann, Frank Fay, Troy Brown, Maxie Rosenbloom, Margaret Hamilton, Olin Howland.
Víctima de un engaño que dañó la reputación de su periódico, el periodista Wally Cook (Fredric March) es degradado a la sección de necrológicas. Para redimirse, convence a su jefe, Oliver Stone (Walter Connolly), de que le permita cubrir la noticia de una joven que padece un envenenamiento por radio. El problema es que dicha joven en realidad está completamente sana.
Maravillosa comedia que no deja títere con cabeza, La reina de Nueva York (1937) es una de esas agradables sorpresas que nos depara el cine de vez en cuando.
Hazel (Carole Lombard) cree que va a morir dentro de poco tiempo hasta que el médico (Charles Winninger) le confiesa que se había equivocado en su diagnóstico. Entonces llega Wally, periodista que desea cubrir la noticia de su enfermedad, y le ofrece la oportunidad de viajar a Nueva York, un sueño para una mujer que no ha salido apenas de su pequeño pueblo. Y entonces decide aprovechase de su supuesta enfermedad para cumplir su sueño, con una mezcla de ingenuidad e irresponsabilidad. El problema viene cuando la ciudad se vuelca con ella y la convierten en el centro de un espectáculo de circo y Hazel comprende que debe poner fin a todo eso.
La película es una sátira de todo lo que se cruza por delante, si bien el foco se centra sobre todo en la prensa sensacionalista y cómo intenta hacer negocio de lo que sea, incluida la vida de una persona, o quizá sería más oportuno hablar de la muerte. El periódico de Wally, el Morning Star, explota hasta la saciedad la curiosidad y el morbo que despierta la enfermedad de Hazel y hasta planifica su funeral como un espectáculo grandioso. Y cuando se descubre que la chica goza de muy buena salud, la solución para el periódico no es reconocer su equivocación, sino buscar cómo salir de la situación sin ser descubiertos.
Pero para que la prensa se salga con la suya, vendiendo sensacionalismo, ha de haber un público ávido de esas noticias, con lo que el ataque también va derecho a esa sociedad que se alimenta de las desgracias ajenas con un frenesí voraz pero, como se advierte también en la película, que olvidará a la protagonista de turno rápidamente y se lanzará a por otra presa en cuanto esté a su alcance. Un consumismo atroz de desgracias que refleja muy bien un lado un tanto sombrío de la naturaleza humana.
Llena de diálogos inteligentes y de doble filo, la película encadena momentos gloriosos uno detrás de otro con una naturalidad y un ingenio sorprendentes, pero es que el guión de Ben Hecht es una proeza, con un humor inteligente que saca punta de todo. Nadie ni nada se libra de su mirada afilada e incisiva: las gentes de los pueblos, con sus peculiaridades y rarezas; o los políticos, siempre al acecho de cualquier oportunidad y pensando en los réditos en votos, como bien manifiesta el alcalde al descubrir el engaño de Hazel, quejándose de que sucediera precisamente en período de elecciones.
Pero también una de las razones para que La reina de Nueva York resulte tan maravillosa es por la presencia de la genial Carole Lombard, que ya me había encantado en Ser o no ser (Ernst Lubitsch, 1942), pero que aquí aún está más inspirada si cabe, demostrando que era una actriz con unas dotes para la comedia excepcionales. Lástima que su muerte prematura nos haya privado de su talento cuando solo tenía 33 años.
Sin duda, estamos ante una comedia sorprendentemente buena, de ritmo veloz, precisa en sus gags, original, de diálogos chispeantes, aguda en sus críticas; un ejemplo perfecto de un guión inteligente que sabe explorar con maestría las debilidades del ser humano. Una maravilla.
En 1954 Norman Taurog dirigió un remake titulado Viviendo su vida, con Dean Martin, Jerry Lewis y Janet Leigh.
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