El cine y yo

Me resulta imposible imaginar mi vida sin el cine. De alguna manera me ha ido conformando en salas oscuras, donde el universo por entero brillaba ante mí y la realidad, la otra realidad, desaparecía milagrosamente para dar paso a una vida ilimitada. Al menos, cuando yo era niño era así.


Uno de los primeros recuerdos que tengo es de pánico y fascinación. La película se titulaba "Jerónimo" y yo tenía tres años. En un televisor en blanco y negro, con una imagen seguramente bastante pobre, aquella película me aterraba y me atraía en partes iguales, y yo sentía que estaba ante algo que me superaba. Desde entonces, mi vida y el cine han ido de la mano.


El cine me nutría de imágenes que abrían mi imaginación como quién abre una ventana a las montañas. El cine me proporcionaba una vida nueva infinita en aventuras y en heroicidades. El cine era un baúl, un escondite y una fuente. En el misterio estaba la plenitud.


El cine eran las sesiones de los sábados a las cuatro; eran las películas para adultos a las que accedíamos antes incluso de llegar a pisar la adolescencia, con el atractivo inmenso de todo lo prohibido; eran las fichas en cartulinas y los recortes de fotografías; eran los estrenos con colas interminables; era la conversación con aquella chica que me atrapó hasta hacerme olvidar donde estábamos... e incluso fue una declaración de amor.


No puedo imaginarme mi vida sin el cine. Nada sería lo mismo. Dejemos pues que pasen ante nosotros, en palabras, imágenes de toda una vida.

miércoles, 21 de abril de 2010

Cena a las ocho



Dirección: George Cukor.
Guión: Frances Marion, Herman J. Mankiewicz (Obra: George S. Kaufman, Edna Ferber).
Música: William Axt.
Fotografía: William Daniels.
Reparto: Marie Dressler, John Barrymore, Wallace Beery, Jean Harlow, Lionel Barrymore, Lee Tracy, Edmund Lowe, Billie Burke, Madge Evans, Jean Hersholt, Karen Morley.
 
Hay una forma de hacer cine que se ha perdido para siempre, porque no era más que el reflejo de una época que se ha esfumado sin remedio. Lo sé, tengo una mirada nostálgica hacia el pasado, una pose romántica quizá caduca, pero no puedo ni quiero ponerle remedio ni coto.

Cena a las ocho (1933) no es más que un reflejo de una época y de una sociedad que han desaparecido hace mucho, mucho tiempo. Un mundo que se nos presenta rebosante de encanto, como todo lo que se termina. 

La película nos muestra la vida de una serie de personajes de lo más diversos unidos por el hecho de estar todos invitados a la cena que prepara con auténtica devoción la Sra. Jordan, la superficial y presumida esposa de Oliver Jordan, empresario que sigue una larga tradición familiar al frente de una naviera que está al borde de la quiebra en el marco de la depresión causada por el Crac de la bolsa de Nueva York de 1929.

Bajo la apariencia ligera e inocente de una comedia, en realidad asistimos a todo un estudio social que escarba con inteligencia en lo más recóndito del alma humana. Lo interesante es comprobar como, a pesar de la distancia en el tiempo entre aquella época y la actual, el ser humano se mueve bajo los mismos estímulos, pasiones y deseos. Cambian las formas y las costumbres, pero el ser humano permanece inmutable, para lo bueno y para lo menos bueno.

Decía que la película tenía la apariencia de comedia. Pero tan sólo eso. En realidad se trata de un drama absoluto, sin medias tintas y, conforme nos adentramos en la intimidad de los personajes, vamos comprendiéndolos, sufrimos con sus penas y acabamos apiadándonos sinceramente por todos sus padecimientos. Porque la visión de George Cukor puede ser sincera, a veces descarnada, pero siempre percibimos un fondo de comprensión, de cariño y ternura por unas personas que, aún con sus defectos y mentiras, en el fondo son mostradas con la mirada indulgente de un semejante, portador de similares defectos pero, también, de la misma capacidad de comprensión y perdón.

Dos detalles impagables hacen de esta película un verdadero regalo para los sentidos: el reparto y los diálogos. Vayamos por orden.

Quizá hoy en día, para la mayoría del público que acude en masa a los últimos estrenos, nombres como John y Lionel Barrymore, Wallace Beery, Marie Dressler o Jean Harlow no les digan nada. Y sin embargo, estamos ante lo mejor de lo mejor de su época, cuando un actor era un símbolo capaz de imponer una moda o influir como nadie en los gustos y costumbres de las masas.

Lionel y John Barrymore eran hermanos, pertenecientes a una familia muy vinculada al espectáculo, hijos de padres actores y con otro hermano, Ethel, actor también, nietos de Louisa Lane Drew, actriz y dueña de un teatro, y sobrinos de otro actor, John Drew. Como curiosidad, mencionar que los tres hermanos participaron juntos en Rasputín y la zarina (1932). Mientras John se especializó en papeles de galán, Lionel fue un secundario de lujo en infinidad de películas míticas. Jean Harlow fue la primera rubia platino del cine, un auténtico mito sexual en su época, imitada por miles de mujeres y deseada por miles de hombres. Murió en 1937, con tan solo 26 años. Wallace Beery ha sido uno de los mejores actores de reparto de su época y ganador de un Oscar en 1931. Marie Dressler alcanzó su mejor momento a comienzos de los años 30 y su talento se vio recompensado también por un Oscar en 1930.

Lionel encarna aquí a Oliver Jordan, empresario que continua la tradición familiar al frente de una naviera a punto de quebrar. Ante el entusiasmo de su esposa por los preparativos de la cena, Oliver intenta ocultarle su preocupación por la empresa y su frágil estado de salud por un corazón al borde de un infarto. Cuando la esposa superficial e irresponsable comprenda el drama que está atravesando su discreto esposo, asistiremos a un momento maravilloso donde el amor trasforma a esta mujer egoista en una persona dispuesta a darlo todo por el hombre al que aún ama de todo corazón, "aunque haya sido una esposa estúpida e inútil", como le confiesa en un arranque de demoledora humildad.

La hija de los Jordan, Paula, es una jovencita de 19 años caprichosa y mimada que, a pesar de estar prometida con un chico de su edad, cree enamorarse de un actor en la cuesta abajo de su carrera y su vida: Larry Renault (John Barrymore), antiguo galán del cine mudo que con la llegada del sonoro, sus 47 años y su alcoholismo está al borde del precipicio sin ni siquiera darse cuenta. Pero, en un momento de honestidad, comprende que lo mejor que puede hacer por Paula es desengañarla y mostrarle lo patético que es. Más tarde, su agente lo enfrentará definitivamente con la realidad y no habrá ya alcohol suficiente para cerrarle los ojos. La escena en que Larry se prepara para la única salida decente que puede aún tomar es de esas que nos pone un nudo en la garganta. Curiosamente (?), Larry guarda muchas similitudes con el John Barrymore real, también caído poco a poco en el olvido al perder su atractivo; conocido como "El gran perfil", tanto en la vida real y en esta película, era un alcohólico como su personaje.

Un personaje simpático y amable es el interpretado por la genial Marie Dressler: Carlota Barnes, una actriz retirada que en realidad vamos descubriendo que basó su vida en su atractivo con los hombres. Gracias a ello fue obteniendo, a base de regalos costosos, los medios con los que llevar una vida más o menos desahogada. Pero llegada la edad madura y perdido el atractivo, comprende que ha dejado escapar al único hombre que la amó de veras, y no sólo por su cuerpo, y el único que le propuso casarse con ella: Oliver Jordan, que aún sigue reviviendo en su presencia aquellos sentimientos apasionados e intensos de su juventud. Carlota es una mujer que intenta escapar a su soledad y a sus fracasos y encuentra una manera de redimirse ofreciendo su ayuda a la desconsolada e impetuosa Paula.

Dan Packard (Wallace Beery) y su esposa Kitty (Jean Harlow) son los personajes más llamativos del film. Él, un triunfador hecho a sí mismo, sin escrúpulos, vulgar, maleducado y egoista que intenta engañar a Oliver Jordan para quedarse con su empresa. Ella, Kitty, una fulana que se casó con Dan solo por el dinero y la posición que podía aportarle, pero que lo engaña con el médico de cabecera y no soporta los modales de su esposo. Quizá en una de las secuencias más formidables del film, asistimos a una discusión entre ambos en la que ponen las cartas boca arriba definitivamente y donde podemos disfrutar de unos diálogos magníficos, inteligentemente enlazados, y donde vemos como la en apariencia simplona Kitty es mucho más despierta de lo que podríamos imaginar. La escena no sólo es un triunfo de la inteligencia de ella, sino que viene a realzar el valor y el sentido común de la mujer, pues desde ese instante, el concepto que tenemos de ella ha cambiado por completo.

Finalmente, el doctor Talbot, mujeriego irrefrenable, cansado ya de las presiones de Kitty y que no sabe como librarse de ella, y que termina por sincerarse y encontrar consuelo en la única mujer que ha sabido ver el lado hermoso y excepcional del doctor: su propia esposa, que parece recupararlo al fin tras muchos años de silencioso sufrimiento ante las continuas aventuras amorosas de su marido.

Un reparto, por lo tanto, de lo mejorcito y a las órdenes de uno de esos directores que se han ganado a pulso un lugar de privilegio en la historia del cine. George Cukor se ha caracterizado por ser un excelente director de actores y una persona que delegaba los aspectos puramente técnicos de los films en sus colaboradores para centrar todo su interés en los actores y los diálogos.

Y entramos en el tema de los diálogos: una maravilla hecha con mucho talento, ingenio y sentimiento. Hay infinidad de momentos maravillosos y otros demoledores y trágicos. Sería más sencillo buscar un momento sin tensión, intrascentente, a lo largo del film que destacar los instantes más emotivos. Y el resultado sería ninguno: no he encontrado en la película ni un solo instante que pudiéramos considerar de relleno o que sobre; es de esos films que no dan descanso y en el que cada personaje y cada secuencia está llena de sentido y enriquece enormemente el conjunto.

Se podrían mencionar muchas frases soberbias que jalonan la película de principio a fin. Algunos instantes, como el momento en que la señora Jordan comprende el delicado estado de salud de su esposo o la conversación entre el doctor Talbot y su esposa y la discusión entre el matrimonio Packard, ya los he citado anteriormente. Prácticamente tendría que ir citando cada escena de la película, porque no exagero al decir que cada conversación es una verdadera maravilla que encierra mil pequeños tesoros en una frase, una mirada o un gesto. Atención, sin embargo, al último resto de dignidad del pobre Renault al ser expulsado del hotel o las quejas de la señora Jordan ante su hija y su marido o cómo la vieja Carlota intenta reconfortar a la egoista y caprichosa Paula.

Cukor nos está mostrando el final de una época, con todo lo que de dramático tiene la muerte y con ese aire de nostalgia que se desprende del final de algo. Porque es el fin de una manera de entender los negocios, más cabellorosa, más romántica (como la encarna el viejo Jordan) y que es barrida por la depresión, de la que nace un nuevo empresario, más voraz, sin escrúpulos, que debe luchar sin piedad para sobrevivir (Dan Packard). Pero es el fin también de una época en el cine, al que la llegada del sonoro va a transformar radicalmente, barriendo a aquellos que no pueden o no saben adaptarse.

Pero decía antes que Cukor, a pesar de presentarnos un film lleno de amarguras, mostraba una visión amable, tierna, hacia sus personajes. Y un buen ejemplo lo encontramos en el diálogo que viene a cerrar el film, entre Kitty y Carlota, presente y pasado de una misma manera de entender la vida y a los hombres. Kitty le comenta que ha leído un libro (la cara de Carlota cuando escucha a Kitty decir que leyó un libro es para enmarcar) donde ... "Dice que algún día las máquinas harán todos los trabajos". Ante lo que responde Carlota: "Querida, eso es algo de lo que nunca tendrá que preocuparse". Es evidente que ciertos "trabajos" nunca podrán ser realizados por máquinas. Un atisbo de esperanza cargado de ironía, al fin y al cabo, con el que el genial Cukor cierra esta obra maestra.


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