Dirección: Ernst Lubitsch.
Guión: Samson Raphaelson (Obra: Miklós László).
Música: Werner R. Heymann.
Fotografía: William H. Daniels.
Reparto: Margaret Sullavan, James Stewart, Frank Morgan, Felix Bressart, William Tracy, Joseph Schildkraut, Sara Haden, Inez Courtney, Sarah Edwards, Charles Halton, Edwin Maxwell, Charles Smith.
"Esta es la historia de Matuscheck y compañía, del señor Matuschek y de las personas que trabajan para él. Su bazar está a la vuelta de la esquina de la calle Andrassy, en la calle Balta, de Budapest, Hungría."
Esta frase levanta el telón de El bazar de las sorpresas (Ernst Lubitsch, 1940). Es el primer aviso de que estamos a las puertas de algo excepcional. Lo que sigue, la presentación de los empleados del bazar del señor Matuschek llegando a la tienda, confirma ya rotundamente que la película pertenece a ese pequeño círculo de historias tocadas por un halo de poesía que han venido para quedarse para siempre con nosotros.
¿Qué es lo que hace que nos enamoremos de alguien o de algo? Muchas veces nos resulta imposible de explicar. ¿Porqué un film sencillo se encarama de pronto al pedestal de nuestras preferencias? Quizá por tratarse de una historia realmente hermosa. La base de la película es una obra de teatro europea, con un guión excepcional de Samson Raphaelson donde se juega admirablemente con los equívocos y donde asistimos a una riqueza de diálogos sorprendente. El resultado es una comedia entrañable donde, a pesar la gran dosis de casualidad de la intriga amorosa, la gran maestría del guión nos la hace del todo posible y veraz.
En el caso de El bazar de las sorpresas se debe sin duda a la tremenda humanidad de los protagonistas (y aquí debemos incluir no sólo a James Stewart, con el papel de hombre sencillo pero íntegro y de gran corazón que lo caracterizaba en sus años de juventud, y Margaret Sullavan, en el mejor papel de su carrera, sino a prácticamente todo el elenco de secundarios). Los espiamos, nos movemos entre estanterías y mostradores, con ellos, deseando ser uno más y participando de unos diálogos conmovedores, brillantes. La sencillez es la clave. Y el sentido del humor, que ronda aquí y allá como un perfume delicado que no terminamos de identificar plenamente pero que sabemos que está ahí. Al final, lo único que cuenta es que estos personajes nos parecen tan reales como en realidad lo son. Los actores han terminado por fundirse con sus personajes en nuestra retina. Más allá de tratarse de una ficción, lo que nos cuenta la película es tan cierto como la vida que pasa alrededor. Solamente que la película es hermosa y la realidad, a veces, no lo es tanto.
Lo bueno de Lubitsch es que apenas notamos que está y esta es una de las mayores alabanzas que se pueden hacer a un director. A menudo el artista quiere dejar su huella, se esfuerza en ello. Pero en cine, me doy cuenta que el mayor talento de un director consiste en pasar desapercibido, hacer que lo que vemos nos resulte tan natural que lleguemos a olvidar que estamos contemplando una ficción, un artificio que ha requerido de horas de planificación y ensayos. Solo unos pocos directores han sabido hacer esto; los mejores, sin duda. Otra virtud del director es que no hay nada que esté de más en la película, ninguna escena de relleno, nada que haga decaer el ritmo de la historia y, por otra parte, con una elegancia en la puesta en escena que hoy se ha perdido. Me refiero a esa forma de contar sin mostrarlo todo, haciendo que nosotros también tengamos que completar algunas escenas. El ejemplo más claro es cuando el señor Matuschek intenta suicidarse, pero no llegamos a ver la escena, solamente los datos imprescindibles para que nosotros la completemos en nuestra imaginación.
Cuando contemplo este film me siento privilegiado por poder participar de esas vidas durante más de hora y media. Me río y me emociono y me dejo sorprender por una mirada o un gesto. Y cuando estoy solo, desearía poder compartir todo lo que siento: tener a alguien a mi lado y sonreir juntos, emocionarnos juntos para poder decir que no ha sido un espejismo. ¡Si esto no es arte...!
Si tuviera que quedarme con un instante del film, una escena que condensa la belleza que impregna esta película, creo que elegiría el momento en que el señor Matuschek, al cerciorarse del engaño de su mujer, confiesa abatido: "Llevamos casados 22 años, 22 años sintiéndome orgulloso de mi esposa. Supongo que no ha querido envejecer junto a mí ". Aquí se condensa el amor sincero, la derrota y el perdón en un instante conmovedor. Hay escenas que por si solas justifican una película. Esta es una de ellas.
¿Qué es lo que hace que nos enamoremos de algo o de alguien? Sin duda, que ese algo o ese alguien tenga un alma que amar. Y esta película la tiene.
Esta frase levanta el telón de El bazar de las sorpresas (Ernst Lubitsch, 1940). Es el primer aviso de que estamos a las puertas de algo excepcional. Lo que sigue, la presentación de los empleados del bazar del señor Matuschek llegando a la tienda, confirma ya rotundamente que la película pertenece a ese pequeño círculo de historias tocadas por un halo de poesía que han venido para quedarse para siempre con nosotros.
¿Qué es lo que hace que nos enamoremos de alguien o de algo? Muchas veces nos resulta imposible de explicar. ¿Porqué un film sencillo se encarama de pronto al pedestal de nuestras preferencias? Quizá por tratarse de una historia realmente hermosa. La base de la película es una obra de teatro europea, con un guión excepcional de Samson Raphaelson donde se juega admirablemente con los equívocos y donde asistimos a una riqueza de diálogos sorprendente. El resultado es una comedia entrañable donde, a pesar la gran dosis de casualidad de la intriga amorosa, la gran maestría del guión nos la hace del todo posible y veraz.
En el caso de El bazar de las sorpresas se debe sin duda a la tremenda humanidad de los protagonistas (y aquí debemos incluir no sólo a James Stewart, con el papel de hombre sencillo pero íntegro y de gran corazón que lo caracterizaba en sus años de juventud, y Margaret Sullavan, en el mejor papel de su carrera, sino a prácticamente todo el elenco de secundarios). Los espiamos, nos movemos entre estanterías y mostradores, con ellos, deseando ser uno más y participando de unos diálogos conmovedores, brillantes. La sencillez es la clave. Y el sentido del humor, que ronda aquí y allá como un perfume delicado que no terminamos de identificar plenamente pero que sabemos que está ahí. Al final, lo único que cuenta es que estos personajes nos parecen tan reales como en realidad lo son. Los actores han terminado por fundirse con sus personajes en nuestra retina. Más allá de tratarse de una ficción, lo que nos cuenta la película es tan cierto como la vida que pasa alrededor. Solamente que la película es hermosa y la realidad, a veces, no lo es tanto.
Lo bueno de Lubitsch es que apenas notamos que está y esta es una de las mayores alabanzas que se pueden hacer a un director. A menudo el artista quiere dejar su huella, se esfuerza en ello. Pero en cine, me doy cuenta que el mayor talento de un director consiste en pasar desapercibido, hacer que lo que vemos nos resulte tan natural que lleguemos a olvidar que estamos contemplando una ficción, un artificio que ha requerido de horas de planificación y ensayos. Solo unos pocos directores han sabido hacer esto; los mejores, sin duda. Otra virtud del director es que no hay nada que esté de más en la película, ninguna escena de relleno, nada que haga decaer el ritmo de la historia y, por otra parte, con una elegancia en la puesta en escena que hoy se ha perdido. Me refiero a esa forma de contar sin mostrarlo todo, haciendo que nosotros también tengamos que completar algunas escenas. El ejemplo más claro es cuando el señor Matuschek intenta suicidarse, pero no llegamos a ver la escena, solamente los datos imprescindibles para que nosotros la completemos en nuestra imaginación.
Cuando contemplo este film me siento privilegiado por poder participar de esas vidas durante más de hora y media. Me río y me emociono y me dejo sorprender por una mirada o un gesto. Y cuando estoy solo, desearía poder compartir todo lo que siento: tener a alguien a mi lado y sonreir juntos, emocionarnos juntos para poder decir que no ha sido un espejismo. ¡Si esto no es arte...!
Si tuviera que quedarme con un instante del film, una escena que condensa la belleza que impregna esta película, creo que elegiría el momento en que el señor Matuschek, al cerciorarse del engaño de su mujer, confiesa abatido: "Llevamos casados 22 años, 22 años sintiéndome orgulloso de mi esposa. Supongo que no ha querido envejecer junto a mí ". Aquí se condensa el amor sincero, la derrota y el perdón en un instante conmovedor. Hay escenas que por si solas justifican una película. Esta es una de ellas.
¿Qué es lo que hace que nos enamoremos de algo o de alguien? Sin duda, que ese algo o ese alguien tenga un alma que amar. Y esta película la tiene.
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