El cine y yo
Me resulta imposible imaginar mi vida sin el cine. De alguna manera me ha ido conformando en salas oscuras, donde el universo por entero brillaba ante mí y la realidad, la otra realidad, desaparecía milagrosamente para dar paso a una vida ilimitada. Al menos, cuando yo era niño era así.
Uno de los primeros recuerdos que tengo es de pánico y fascinación. La película se titulaba "Jerónimo" y yo tenía tres años. En un televisor en blanco y negro, con una imagen seguramente bastante pobre, aquella película me aterraba y me atraía en partes iguales, y yo sentía que estaba ante algo que me superaba. Desde entonces, mi vida y el cine han ido de la mano.
El cine me nutría de imágenes que abrían mi imaginación como quién abre una ventana a las montañas. El cine me proporcionaba una vida nueva infinita en aventuras y en heroicidades. El cine era un baúl, un escondite y una fuente. En el misterio estaba la plenitud.
El cine eran las sesiones de los sábados a las cuatro; eran las películas para adultos a las que accedíamos antes incluso de llegar a pisar la adolescencia, con el atractivo inmenso de todo lo prohibido; eran las fichas en cartulinas y los recortes de fotografías; eran los estrenos con colas interminables; era la conversación con aquella chica que me atrapó hasta hacerme olvidar donde estábamos... e incluso fue una declaración de amor.
No puedo imaginarme mi vida sin el cine. Nada sería lo mismo. Dejemos pues que pasen ante nosotros, en palabras, imágenes de toda una vida.
Uno de los primeros recuerdos que tengo es de pánico y fascinación. La película se titulaba "Jerónimo" y yo tenía tres años. En un televisor en blanco y negro, con una imagen seguramente bastante pobre, aquella película me aterraba y me atraía en partes iguales, y yo sentía que estaba ante algo que me superaba. Desde entonces, mi vida y el cine han ido de la mano.
El cine me nutría de imágenes que abrían mi imaginación como quién abre una ventana a las montañas. El cine me proporcionaba una vida nueva infinita en aventuras y en heroicidades. El cine era un baúl, un escondite y una fuente. En el misterio estaba la plenitud.
El cine eran las sesiones de los sábados a las cuatro; eran las películas para adultos a las que accedíamos antes incluso de llegar a pisar la adolescencia, con el atractivo inmenso de todo lo prohibido; eran las fichas en cartulinas y los recortes de fotografías; eran los estrenos con colas interminables; era la conversación con aquella chica que me atrapó hasta hacerme olvidar donde estábamos... e incluso fue una declaración de amor.
No puedo imaginarme mi vida sin el cine. Nada sería lo mismo. Dejemos pues que pasen ante nosotros, en palabras, imágenes de toda una vida.
miércoles, 21 de abril de 2010
Testigo de cargo
Diversas han sido las novelas de Agatha Christie que se han llevado a la gran pantalla y ninguna de ellas ha logrado un resultado brillante. Bueno, ninguna no. Testigo de cargo (Billy Wilder, 1957) no es solamente la mejor adaptación de una novela de Agatha Christie, sino que es un film excepcional, una verdadera obra maestra.
La clave está, por un lado, en un guión impecable que dosifica maravillosamente la intriga (salpicando la acción de brillantes pinceladas de humor) en una progresión constante hasta llegar a un final sorprendente y genial. Y siempre sin recurrir a trampas facilonas, y ello porque estamos ante una intriga inteligente que, si bien es cierto que juega con los límites de lo plausible, nunca los depasa; manera ésta de lograr resultar convincente al tiempo que no deja de sorprender nuestra perspicacia.
Y por otro lado, sin duda, está el acertado reparto, con unos actores geniales comenzando, como no, por el siempre excepcional Charles Laughton: un actor soberbio, carismático y que llena la pantalla como muy pocos han hecho. Sería impensable imaginar Testigo de cargo sin su presencia. Es tal su protagonismo que le sucede como a Marlon Brando en El padrino, creando un prototipo de abogado inteligente y gruñón imposible de superar. Junto a él, el carismático Tyrone Power, un actor quizá no suficientemente valorado y dotado de un atractivo y un carisma especial y que le da a su personaje esa dosis de indeterminación, de duda, al tiempo que creemos firmemente en su inocencia; a su lado, la grandísima Marlene Dietrich que en el papel de la esposa misteriosa y antipática borda su papel, llegando a hacerse casi odiosa al tiempo que no terminamos de comprenderla, enfrentada a esa devoción total de su esposo. Terminamos con la repelente enfermera, Elsa Lanchester (que era la esposa en la vida real de Charles Laughton), en otra interpretación sobresaliente para redondear un reparto excepcional.
Lo maravilloso de todo es ver como se puede crear un film único y soberbio de una manera tan sencilla, sin artificios, con una narración diáfana, fruto de un trabajo serio que se toma el tiempo para no caer en absurdos y poder ofrecer un film digno y cautivador. Cuando, una vez finalizado el film, nos paramos a buscar aquello excepcional, nos damos cuenta que lo excepcional no es más que el hacer de lo sencillo una obra de arte.
Quizá el mayor elogio que le puedo hacer a la película es reconocer que, aunque se trata de un film que basa su argumento en la intriga y la sorpresa, con lo que visto una vez podría considerarse "terminado", es siempre un placer volver a ver la película y comprobar como logra hacerme disfrutar en cada ocasión como si fuera, prácticamente, la primera.
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