El cine y yo

Me resulta imposible imaginar mi vida sin el cine. De alguna manera me ha ido conformando en salas oscuras, donde el universo por entero brillaba ante mí y la realidad, la otra realidad, desaparecía milagrosamente para dar paso a una vida ilimitada. Al menos, cuando yo era niño era así.


Uno de los primeros recuerdos que tengo es de pánico y fascinación. La película se titulaba "Jerónimo" y yo tenía tres años. En un televisor en blanco y negro, con una imagen seguramente bastante pobre, aquella película me aterraba y me atraía en partes iguales, y yo sentía que estaba ante algo que me superaba. Desde entonces, mi vida y el cine han ido de la mano.


El cine me nutría de imágenes que abrían mi imaginación como quién abre una ventana a las montañas. El cine me proporcionaba una vida nueva infinita en aventuras y en heroicidades. El cine era un baúl, un escondite y una fuente. En el misterio estaba la plenitud.


El cine eran las sesiones de los sábados a las cuatro; eran las películas para adultos a las que accedíamos antes incluso de llegar a pisar la adolescencia, con el atractivo inmenso de todo lo prohibido; eran las fichas en cartulinas y los recortes de fotografías; eran los estrenos con colas interminables; era la conversación con aquella chica que me atrapó hasta hacerme olvidar donde estábamos... e incluso fue una declaración de amor.


No puedo imaginarme mi vida sin el cine. Nada sería lo mismo. Dejemos pues que pasen ante nosotros, en palabras, imágenes de toda una vida.

domingo, 25 de abril de 2010

El tren de la 3:10





Dirección: Delmer Daves.
Guión: Halsted Welles (Relato: Elmore Leonard).
Música: George Duning.
Fotografía: Charles Lawton Jr.
Reparto: Glenn Ford, Van Heflin, Felicia Farr, Leora Dana, Henry Jones, Richard Jaeckel, Robert Emhardt.

El cine del oeste, el bueno, aquel que abundó en las décadas del 40 y 50 del pasado siglo, tenía en general un cierto halo de romanticismo que se ha ido perdiendo con los años. Correspondía, seguramente, a una visión de la vida algo trasnochada sin duda, pero le confería a las películas un pequeño añadido de ternura, de belleza, de compasión, que podía hacer de un film sencillo algo realmente emotivo. El maestro de ello, como de otras muchas cosas, era John Ford. Y sin llegar a la altura del maestro, otros directores tenían también esa sensibilidad para poner pequeños destellos de romanticismo en sus films. Es algo además que cuadra bien con el género, con sus héores solitarios y con frecuencia desarraigados.
La tarea no es sencilla y muchos films, al írsele la mano al realizador, caían en la cursilería y el efecto podía resultar devastador. Pero si el director tenía un mínimo de buen gusto, la película ganaba en intensidad sin perder su esencia.
Viene todo lo anterior a cuento porque tras ver el film de Delmer Davies se me quedaron algunos pequeños detalles en la retina que corresponden precisamente a secuencias donde el director se recrea en el lado más amable de los personajes o donde, sencillamente, desea hacer un alto en el transcurso de la narración y dejar una pincelada de romanticismo.
Ben Wade (Glenn Ford) es el jefe de una banda de temibles forajidos. Tras asaltar una diligencia y matar al conductor de la misma, es apresado al detenerse en un pueblo. De allí lo trasladan a Contention, donde debe pasar un tren que le lleve a Yuma para ser juzgado. Custodiado por un granjero, Dan Evans (Van Heflin), al borde de la ruina, que ve en la recompensa que le ofrecen la salvación a sus penurias, la espera se hace interminable ante el peligro que la banda de Wade llegue antes que el tren para rescatarlo.
Así se resume un film que se enmarca en una corriente del western, a partir de los cincuenta, donde la historia buscaba trascender de alguna manera lo estrictamente épico para adentrarse en lo que se llamó "western psicológico". El ejemplo más conocido es la obra maestra de Fred Zinnemann Solo ante el peligro. Y sin embargo, esta película apenas tiene nada que envidiarle. Personalmente, la encuentro incluso más rica en matices y, en parte, por raro que pueda parecer, gracias al poco gancho de Van Heflin. A priori no me parecía una elección adecuada, pues se trata de un actor de segunda fila carente del carisma de Gary Cooper, por ejemplo. Pero es eso precisamente lo que le confiere a su personaje una gran dosis de autenticidad y convierte en realmente verosímil las dudas de ese pobre hombre ante las ofertas de Wade (¿quién se creería a un Gary Cooper con miedo y dudas?). El atractivo de Glenn Ford añade un contraste marcado entre ambos, con lo que la decisión final de Evans nace finalmente de una lucha interior totalmente convincente.
Es, precisamente, este análisis y este enfrentamiento constante de los dos protagonistas lo que confiere la grandeza a la película. Y Delmer Davies se muestra en verdad muy inteligente al saber dosificar los tiempos, pues el peligro que se corría era evidente: un film del oeste es siempre una aventura, con más o menos acción, pero debe conservar la esencia del género. Ha habido películas que han fracasado al no saber guardar el equilibrio, como hace aquí el director, entre un buen film del oeste y una historia más íntima.
Así pues, hay que destacar la gran interpretación de Van Heflin (al que recuerdo también en la maravillosa Raíces profundas de George Stevens): un hombre atormentado por no poder sacar adelante a su familia como querría y que cree ver en su mujer esa voz de la conciencia que no le deja tranquilo. Custodiando a un criminal, en un papel que a todas luces no es el suyo, la tentación de aceptar un dinero fácil a cambio de liberar a Wade está a punto de vencerle. Y el impulso final que le impide ceder es otro de los momentos intensos del film, pero sin exagerar las tintas en ningún instante; es uno de esos destellos de romanticismo de los que hablaba al comienzo de esta opinión.
Al lado de Van Heflin, Glenn Ford hace un gran papel. Es un asesino despiadado, pero no un psicópata, como a menudo se presenta hoy en día a los tipos como él en los films. Por ello entendemos su evolución a lo largo de la película, como le van calando los detalles de la vida familiar del granjero, sus miedos, sus angustias y también el consuelo de no estar solo en medio de esos problemas. Pero Wade no deja de ser lo que es, no reniega de su vida ni de sus delitos. Otro acierto del film: Daves renuncia a la simplificación, su película es compleja y así la presenta. Y la clave para que el desenlace funcione es que ni el granjero es del todo un héroe sin mácula, ni el asesino es un ser descarnado. Son como son y se envidian y se admiran por momentos, pero sin poder realmente dejar de ser ellos mismos.
El tren de la 3:10 (1957) funciona porque conserva la mesura en todo momento y el ritmo, pues son frecuentes las secuencias de diálogos que de no administrarse bien hubieran podido resultar un lastre pesado para la agilidad que requiere el western. Es un film que plantea dudas éticas y se adentra en los miedos y las grandezas del ser humano.
Y luego, el detalle de ese romanticismo antiguo y perdido ya, esos instantes hermosos, algunos muy efímeros, que hay que atrapar al vuelo, y que son ellos, al final, los que le dan ese pequeño añadido para hacer de esta película un film de muy gran nivel.

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