El cine y yo

Me resulta imposible imaginar mi vida sin el cine. De alguna manera me ha ido conformando en salas oscuras, donde el universo por entero brillaba ante mí y la realidad, la otra realidad, desaparecía milagrosamente para dar paso a una vida ilimitada. Al menos, cuando yo era niño era así.


Uno de los primeros recuerdos que tengo es de pánico y fascinación. La película se titulaba "Jerónimo" y yo tenía tres años. En un televisor en blanco y negro, con una imagen seguramente bastante pobre, aquella película me aterraba y me atraía en partes iguales, y yo sentía que estaba ante algo que me superaba. Desde entonces, mi vida y el cine han ido de la mano.


El cine me nutría de imágenes que abrían mi imaginación como quién abre una ventana a las montañas. El cine me proporcionaba una vida nueva infinita en aventuras y en heroicidades. El cine era un baúl, un escondite y una fuente. En el misterio estaba la plenitud.


El cine eran las sesiones de los sábados a las cuatro; eran las películas para adultos a las que accedíamos antes incluso de llegar a pisar la adolescencia, con el atractivo inmenso de todo lo prohibido; eran las fichas en cartulinas y los recortes de fotografías; eran los estrenos con colas interminables; era la conversación con aquella chica que me atrapó hasta hacerme olvidar donde estábamos... e incluso fue una declaración de amor.


No puedo imaginarme mi vida sin el cine. Nada sería lo mismo. Dejemos pues que pasen ante nosotros, en palabras, imágenes de toda una vida.

sábado, 24 de abril de 2010

Sin perdón



Dentro de los muchos intentos, no siempre afortunados, por renovar o dar nueva vida al western en los últimos años, ha sido el trabajo de Clint Eastwood uno de los más certeros y honestos. Si ya había logrado un buen trabajo con El jinete pálido (1985), es con esta obra de 1992 con la que logra uno de los mejores westerns de la historia.

La venganza, el ojo por ojo, puede ser un sentimiento terrible. Pero lo es más cuando se realiza fríamente y en contra de cualquier lógica y medida. Lo que puede llegar a ser hasta un justificado arrebato de furia en un instante preciso, llega a convertirse en un acto cobarde cuando nos obstinamos en dejarnos arrastrar por el odio y nuestras propias frustraciones personales y permitimos que se descarguen impunemente sin remordimiento.

Y eso es lo que finalmente ocurre en Sin perdón (1992) entre el grupo de prostitutas que deciden ofrecer una recompensa para aquél que vengue a su compañera acuchillada matando a los dos vaqueros que lo hicieron. No sólo su reacción es desproporcionada sino que, cuando los vaqueros intentan compensar de alguna manera el daño causado, las prostitutas rechazan cualquier perdón, perdiendo en ese momento cualquier atisbo de razón que aún pudieran tener.


Pero es que en Sin perdón nadie tiene razón. No hay buenos, ni héroes, ni actos nobles. Porque Sin perdón es, primeramente, una historia que pretende reflejar la realidad (quizá una realidad llevada a situaciones límite) y pretende, además, desmitificar el universo de glamour que ha rodeado al western desde su nacimiento mismo como género.


Y la primera desmitificación a la que asistimos es a la del propio Clint Eastwood y su carrera como pistolero forjada a las órdenes de Sergio Leone. Porque en esta película encarna a William Munny, famoso y despiadado asesino que vive ahora en una mísera casa, cuidando de una piara de cerdos y de sus dos hijos, intentando redimirse de un pasado vergonzoso que, sin embargo, no deja de visitarlo. Munny es todo menos el atractivo pistolero al uso de tantos y tantos westerns, y él mismo se encargará de desmitificar su pasado y su supuesto valor a los ojos de ese aprendiz de pistolero que viene en busca de su ayuda, atribuyendo la mayor parte de sus crímenes a simples locuras sin razón cometidas bajo los efectos del alcohol. Aprendiz que, enfrentado al fin a su primer asesinato, comprende tardiamente la brutalidad de quirtarle la vida a otra persona y la nula satisfacción que reporta, en una de las escenas más tristes y, al mismo tiempo, más hermosas de la película.


Y a partir de aquí, la desmitificación del universo del lejano oeste será total. Comenzando por la vida cotidiana de los habitantes de Big Whiskey, un sórdido pueblacho con un miserable saloon donde malviven el puñado de prostitutas consideradas poco menos que una simple mercancía por el propietario del local donde trabajan. En ese saloon no existen alegres damas cantando para atractivos vaqueros enfundadas en coloridos vestidos. Todo es triste, gris y miserable.

La desmitificación más rotunda viene de la mano de Bob El Inglés (interpretado por un grandioso y decadente Richard Harris, actor llamado a ocupar un puesto entre los grandes por su talento sobresaliente y que ha pasado a ocupar su lugar entre los actores desaprovechados) y su cobarde biógrafo. La escena en que Little Bill cuenta al escritor la verdadera historia de una de las supuestas hazañas de Bob, nos explica como se fueron forjando tantos y tantos mitos falsos sobre los célebres personajes del oeste, meras exageraciones y deformaciones consentidas para alimentar el imaginario de un pueblo necesitado de épica con que adornar un proceso, la conquista del oeste, con más sombras que luces. Y, al mismo tiempo, sirve para explicarnos cómo era la cruda realidad de la lucha por la supervivencia, exenta de heroismos, plagada de desgraciados accidentes (el pistolero que se dispara en el pie, el revólver que estalla en sus manos), sin duelos épicos y llevada a cabo por personajes zafios, borrachos y cobardes.

Y en esta línea, a lo largo de toda la película, no asistimos a ninguna pelea digna, a ningún acto de valentía. Todas las palizas y muertes que tienen lugar son a traición, son actos repulsivos que degradan al ser humano, como el asesinato en el water del vaquero o el de su amigo, con una sangre fría propia de un completo desalmado. Este sin duda es el gran acierto del film: lograr que veamos como asesinos despreciables a todos los que se dejan llevar por la violencia, presentada siempre como algo gratuito y vil. Incluso la escena final, donde Munny lleva a cabo la venganza por el asesinato de su amigo Ned, se presenta desprovista de cualquier rasgo noble. Munny, finalmente, es víctima de sí mismo y su pasado, que termina por atraparlo sin remedio convirtiéndolo de nuevo en el asesino frío y despiadado que creía haber enterrado.


Ya he mencionado la soberbia interpretación de Richard Harris, a la que hay que añadir la del resto del reparto, sin excepciones. Clint Eastwood encarna con sobriedad ejemplar a su pistolero y no vamos a descubrir ahora a Morgan Freeman o Gene Hackman, pero es que tanto el aprendiz de matón como las prostitutas o como el dueño del saloon o los ayudantes del sheriff y el escritor de novelas baratas están perfectos.

Pero el acierto del señor Eastwood se extiende también a su maravillosa sobriedad tras la cámara. Eastwood nos ofrece una puesta en escena sencilla, con un ritmo parsimonioso, carente de cualquier rasgo épico, donde se mueven unos perdedores sin pena ni gloria. La autenticidad está precisamente en la normalidad con que filma las calles del pueblo, el saloon, la cotidianeidad, sin caer en el detallismo vacuo ni en la exaltación complaciente. Y con ello logramos vivir una realidad que se nos antoja muy cercana a lo que debieron ser esos pueblos perdidos en medio de la nada.

Clint Eastwood ganó el Oscar a la mejor película y director, así como Gene Hackman al mejor secundario y Joel Cox por el montaje. 

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