El cine y yo

Me resulta imposible imaginar mi vida sin el cine. De alguna manera me ha ido conformando en salas oscuras, donde el universo por entero brillaba ante mí y la realidad, la otra realidad, desaparecía milagrosamente para dar paso a una vida ilimitada. Al menos, cuando yo era niño era así.


Uno de los primeros recuerdos que tengo es de pánico y fascinación. La película se titulaba "Jerónimo" y yo tenía tres años. En un televisor en blanco y negro, con una imagen seguramente bastante pobre, aquella película me aterraba y me atraía en partes iguales, y yo sentía que estaba ante algo que me superaba. Desde entonces, mi vida y el cine han ido de la mano.


El cine me nutría de imágenes que abrían mi imaginación como quién abre una ventana a las montañas. El cine me proporcionaba una vida nueva infinita en aventuras y en heroicidades. El cine era un baúl, un escondite y una fuente. En el misterio estaba la plenitud.


El cine eran las sesiones de los sábados a las cuatro; eran las películas para adultos a las que accedíamos antes incluso de llegar a pisar la adolescencia, con el atractivo inmenso de todo lo prohibido; eran las fichas en cartulinas y los recortes de fotografías; eran los estrenos con colas interminables; era la conversación con aquella chica que me atrapó hasta hacerme olvidar donde estábamos... e incluso fue una declaración de amor.


No puedo imaginarme mi vida sin el cine. Nada sería lo mismo. Dejemos pues que pasen ante nosotros, en palabras, imágenes de toda una vida.

viernes, 23 de abril de 2010

La balada de Cable Hogue




Dirección: Sam Peckinpah.
Guión: John Crawford y Edmund Penney.
Música: Jerry Goldsmith.
Fotografía: Lucien Ballard.
Reparto: Jason Robards, Stella Stevens, David Warner, Strother Martin, Slim Pickens, Peter Whitney, L. Q. Jones.
Descubrí a Sam Peckinpah por un muy buen artículo aparecido en una revista de cine hace ya más de veinte años. Sentí curiosidad por ese director que era descrito por el periodista como un romántico y como el último irreductible amante del western.
A partir de ese instante, me preocupé de ver la mayor cantidad posible de sus films, la mayoría westerns, pero también otros, como Perros de paja o Quiero la cabeza de Alfredo García, ambientados en épocas más actuales. Y en todos ellos comencé a descubrir a un director tremendamente original, muy personal en su manera de enfrentarse a historias todas ellas marcadas por la tragedia, la derrota, el fracaso.
En todo caso, Peckinpah no es un director que deje indiferente. Es imposible ver un film suyo y no sentirse sacudido, bien por la emoción o el desprecio por la particular manera de contar historias de este director.
Quizá el film La balada de Cable Hogue (1970) sea, de entre todos los de Peckinpah que he tenido la fortuna de ver, el menos sombrío y, evidentemente, el menos violento. Porque la violencia es quizá una de las señas de identidad que mejor definen el cine de Peckinpah.
Pero La balada de Cable Hogue es un western filmado bajo el prisma de la comedia, por lo que la violencia no tiene cabida. Estos dos rasgos (el tratamiento ligero de la historia y la ausencia de violencia) son los que convierten a este film en una especie de excepción en la filmografía del director.
Pero para alguien tan personal es imposible desprenderse por completo de sus señas de identidad. Y así, La balada de Cable Hogue lleva en sus entrañas la decadencia que serpentea por la filmografía de Sam.
Cable Hogue (Jason Robards) es un rufián de poca monta, un fracasado al que sus dos compinches abandonan en medio del desierto abocándolo a una muerte segura, sin agua ni alimentos, descalzo y desarmado. Pero he aquí que el bueno de Cable tiene ese golpe de suerte imposible, ese milagro que parecía reservado a tipos mejores que él. Y es que en medio de la desesperación, cuando la muerte tenía ya sus garras aferradas a sus hombros, Hogue encuentra agua en medio de la nada.
Y no sólo salva su vida, sino que ese hallazgo será la base de un próspero negocio. Con la ayuda de un falso predicador (David Warner) construirá una parada para la diligencia en medio del desierto y se enamorará de una prostituta (Stella Stevens) que ejerce en un pueblo cercano.
Con estos mimbres, Peckinpah desgrana una tierna historia rebosante de romanticismo, pero del genuino, nada de empalagosas frases o de escenas bañadas por la luna. El film rebosa miseria por los cuatro costados, en sus personajes, en sus sucias ropas, en la precariedad de su vida. Lo romántico proviene de una mirada cargada de ternura hacia estos perdedores que intentan disfrutar de las pocas cosas buenas que arrancan a la vida. El romanticismo nace de la sinceridad de tres desheredados que se dan calor mútuamente mientras saben que la felicidad no parará mucho tiempo en su puerta.
Como en todos los films de este director que he visto, los protagonistas son marginados, gente que es barrida por el progreso, que está al margen, nadando contracorriente y sin posible salvación.
Gozamos con el mísero triunfo de Hogue y más aún porque sabemos que alguien como él está condenado. Pero mientras tanto, disfrutamos de la alegría sincera de Hogue, participamos de ese amor tan cargado de ternura por ser, sin lugar a dudas, lo más puro que le ha sucedido en su vida. Estamos ante un paraíso que se dibuja en medio de la miseria total, de la soledad desgarrada del desierto y tan efímero como un sueño.
Pero lo maravilloso del film es que todos los personajes son reales, los sentimos como verdaderos, genuinos, de carne y hueso y por eso nos conmueven hasta tan adentro. He ahí, sin duda, el gran mérito, el acierto de Peckinpah que convierte esta película en algo vivo, cercano a pesar del lugar y la época en que trascurre.
Y de nuevo no deja de ser sorprendente el gran nivel al que están los actores. Esto es algo también muy propio del director: lograr que actores de segunda fila, algunos realmente desconocidos, logren interpretaciones espectaculares a las órdenes de Sam. El caso de Stella Stevens, por ejemplo. Actriz sin una carrera realmente importante, en esta película está magnífica, llena de gracia, de simpatía y con un encanto que enamora. O David Warner, bordando su papel de vividor, un actor con personalidad que provoca simpatía hacia su personaje. Jason Robards es un gran actor y en esta película está soberbio. En muchos momentos solo con ver su mirada somos capaces de compartir sus emociones.
No quiero dejar pasar por alto la maravillosa banda sonora del film, con dos canciones sin las que la historia no sería la misma. Las escenas en que la historia avanza al son del tema principal son de las más hermosas y tiernas que he visto en el cine. Con el añadido que evitan lo empalagoso, peligro realmente a veces demasiado complicado de salvar y que Peckinpah sortea con elegancia y muy buen gusto.
Al final, como no puede ser de otra manera firmando la película Sam Peckinpah, Hogue cae bajo las ruedas del progreso (literalmente). Es el leit motiv del director: no hay lugar para los románticos; el progreso es implacable. La visión pesimista acaba por imponerse al tono ligero del film, pero aún así el director esquiva amablemente el drama y a pesar de un final que no deseábamos, finalmente lo que nos queda es la sonrisa de saber que el bueno de Hogue fue feliz más allá de lo que hubiera podido desear.  

1 comentario:

  1. Pelicula extraña y conmovedora. Donde el director se olvida de su violencia habitual para dar paso a una poetica historia impregnada de un romanticismo ante el paso del tiempo, impresionante.
    Impresionante el papel del protagonista, tanto como ese final digno de figurar entre los mejores de peliculas no tan conocidas....

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