El cine y yo

Me resulta imposible imaginar mi vida sin el cine. De alguna manera me ha ido conformando en salas oscuras, donde el universo por entero brillaba ante mí y la realidad, la otra realidad, desaparecía milagrosamente para dar paso a una vida ilimitada. Al menos, cuando yo era niño era así.


Uno de los primeros recuerdos que tengo es de pánico y fascinación. La película se titulaba "Jerónimo" y yo tenía tres años. En un televisor en blanco y negro, con una imagen seguramente bastante pobre, aquella película me aterraba y me atraía en partes iguales, y yo sentía que estaba ante algo que me superaba. Desde entonces, mi vida y el cine han ido de la mano.


El cine me nutría de imágenes que abrían mi imaginación como quién abre una ventana a las montañas. El cine me proporcionaba una vida nueva infinita en aventuras y en heroicidades. El cine era un baúl, un escondite y una fuente. En el misterio estaba la plenitud.


El cine eran las sesiones de los sábados a las cuatro; eran las películas para adultos a las que accedíamos antes incluso de llegar a pisar la adolescencia, con el atractivo inmenso de todo lo prohibido; eran las fichas en cartulinas y los recortes de fotografías; eran los estrenos con colas interminables; era la conversación con aquella chica que me atrapó hasta hacerme olvidar donde estábamos... e incluso fue una declaración de amor.


No puedo imaginarme mi vida sin el cine. Nada sería lo mismo. Dejemos pues que pasen ante nosotros, en palabras, imágenes de toda una vida.

miércoles, 21 de abril de 2010

Horizontes de grandeza




Dirección: William Wyler.
Guión: James R. Webb, Robert Wyler, Sy Bartlett (Novela: Donald Hamilton).
Música: Jerome Moross.
Fotografía: Franz Planer.
Reparto: Gregory Peck, Jean Simmons, Carroll Baker, Charlton Heston, Burl Ives, Charles Bickford, Chuck Connors, Alfonso Bedoya.

James McKay (Gregory Peck), un capitán de navío retirado, llega a Texas para contraer matrimonio con la joven Pat Terrill (Carroll Baker), hija de un importante terrateniente. Sin embargo, al poco de llegar, van apareciendo importantes diferencias de mentalidad entre el refinado hombre del este y los rudos principios que rigen en la región. 

Aunque en su forma externa es un western, Horizontes de grandeza (1958) es un film atípico dentro del género, quizá porque William Wyler rompe algunas normas del western o porque su historia es tan universal que podría desarrollarse en cualquier época y lugar.

Pero como el trasfondo elegido es el oeste y como los inmensos espacios vacíos de Texas son el marco incomparable en que transcurre el film, estamos a fin de cuentas ante uno de los westerns más hermosos y menos simplistas del género.

La belleza proviene de dos ámbitos. Primeramente, de la maravillosa fotografía y espectacular puesta en escena de Wyler, que sabe sacar todo el partido al nuevo formato de cinemascope. No solamente tenemos hermosos encuadres, sino que el talento del director los dota de una carga expresiva e incluso de un toque poético más elocuente que cualquier discurso, y donde el maravilloso tema de la banda sonora corona una puesta en escena de una belleza perfecta y serena.


La película está llena de momentos especiales. Resulta complicado elegir unos pocos solamente, aunque algunos instantes destacan especialmente. La escena de la pelea, al amanecer, entre Gregory Peck y Charlton Heston es solo una pequeña muestra de la genial puesta en escena de Wyler y cómo sabe exactamente sacar el máximo partido expresivo con el mínimo de esfuerzo o artificio. Podría citar también la hermosa secuencia de la doma del caballo o esas otras en que la cámara se recrea en los vastos espacios abiertos y en los que la belleza entra directamente por los ojos libre de ardornos, en toda su hermosa sencillez.

El otro foco de belleza está en el argumento de la película y su insólita profundidad para un film en apariencia sencillo. El argumento afronta múltiples temas y todos ellos con una riqueza de matices sorprendente; como el tema de un hombre enfrentando a un mundo nuevo con unas reglas y normas que amenazan con devorarlo (la importancia del qué dirán, de la apariencia, la hombría mal entendida); o la maravillosa historia de amor entre Gregory Peck y Jean Simmons, que va naciendo ante nuestros ojos llena de ternura y complicidad. El personaje de ésta es tan dulce que resultó terriblemente sencillo enamorarme de su belleza tranquila. El tema del honor es omnipresente a lo largo de la película y de manera acertada se derriba la lógica de la fuerza, la razón de la violencia ante la sólida firmeza de principios de Gregory Peck en uno de los mejores papeles de su carrera.

Y tenemos también el derribo de otro de los pilares argumentales del género: la clara delimitación de bandos, la tajante separación entre el bien y el mal sin ningún género de dudas. Wyler derriba esta barrera y ambos bandos resultan igualmente erróneos en su obstinado apego a la venganza como única justificación de sus vidas. El drama es inevitable y edificante y descubrimos, en otro momento glorioso del film, como el amor al honor y la nobleza del viejo y rudo vaquero Rufus Hannassey (Burl Ives) supera a los lazos familiares.


Horizontes de grandeza es, dentro de una apariencia sencilla, un film enorme, sorprendente, que va atrapándonos sin grandes alardes; un film hermoso donde la nobleza, la pasión, el amor y la belleza brotan a cada instante en una obra de una riqueza tan grande como su título.


Burl Ives ganó el Oscar al mejor actor secundario.

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