El cine y yo

Me resulta imposible imaginar mi vida sin el cine. De alguna manera me ha ido conformando en salas oscuras, donde el universo por entero brillaba ante mí y la realidad, la otra realidad, desaparecía milagrosamente para dar paso a una vida ilimitada. Al menos, cuando yo era niño era así.


Uno de los primeros recuerdos que tengo es de pánico y fascinación. La película se titulaba "Jerónimo" y yo tenía tres años. En un televisor en blanco y negro, con una imagen seguramente bastante pobre, aquella película me aterraba y me atraía en partes iguales, y yo sentía que estaba ante algo que me superaba. Desde entonces, mi vida y el cine han ido de la mano.


El cine me nutría de imágenes que abrían mi imaginación como quién abre una ventana a las montañas. El cine me proporcionaba una vida nueva infinita en aventuras y en heroicidades. El cine era un baúl, un escondite y una fuente. En el misterio estaba la plenitud.


El cine eran las sesiones de los sábados a las cuatro; eran las películas para adultos a las que accedíamos antes incluso de llegar a pisar la adolescencia, con el atractivo inmenso de todo lo prohibido; eran las fichas en cartulinas y los recortes de fotografías; eran los estrenos con colas interminables; era la conversación con aquella chica que me atrapó hasta hacerme olvidar donde estábamos... e incluso fue una declaración de amor.


No puedo imaginarme mi vida sin el cine. Nada sería lo mismo. Dejemos pues que pasen ante nosotros, en palabras, imágenes de toda una vida.

miércoles, 21 de abril de 2010

Los tres días del cóndor




Dirección: Sydney Pollack.
Guión: Lorenzo Semple Jr. y David Rayfiel (Novela: James Grady).
Música: Dave Grusin.
Fotografía: Owen Roizman.
Reparto: Robert Redford, Faye Dunaway, Cliff Robertson, Max von Sydow, John Houseman, Addison Powell, Tina Chen, Walter McGinn.

Lo primero que me sorprendió al ver la película por primera vez es el aire de autenticidad que desprende. Para nada se asemeja a esos otros films de Hollywood al uso en los que sabemos de antemano el devenir de la historia debido a ciertas reglas no escritas, ciertas pautas fijas que "escriben" los guiones de manera eficaz e invariable. Y cuando no es así, cuando en un film se salta la norma, se hace siempre en oposición a esas reglas, como reacción a ellas, de manera que siguen estando presentes, aunque solo sea por oposición u omisión.

Así, en Los tres días del cóndor (Sydney Pollack, 1975), la historia de amor entre Joe Turner (Robert Redford) y Kathy Hale (Faye Dunaway) no sigue la norma y entendemos, desde muy pronto, que se va a ceñir a las pautas de la realidad y disfrutamos de uno de los más hermosos instantes de intimidad y complicidad del cine. Y no está exenta esta relación de un halo de poesía frágil y natural difícil de captar a veces, pero que nos invade cuando somos capaces de desconectar de la trama principal y centrarnos solamente en esos instantes como surgidos de la nada. O tal vez es la mano sabia de Pollack la que consigue crear ese pequeño oasis de confesiones y confidencias donde, con una sola frase (cuando Turner, contemplando las fotos de Kathy, descubre que no hay gente en ninguna de ellas) participamos de una sorprendente e intensa comunión de dos almas sensibles.

- Fotografías de soledad.

- ¿Y qué?

- Es usted extraña. Hace fotografías de calles solitarias y de árboles sin hojas.

- Es invierno.

- No del todo. Yo diría que... es noviembre. Ni otoño ni invierno, algo intermedio. ¡Me gustan!



Me resulta complicado de expresar... pero ese diálogo me parece algo muy íntimo... Turner descubre la afición de Kathy y con ello también penetra en su alma y la conoce realmente, sin necesidad de discursos, sin mentiras. Siempre me pareció muy hermosa esa escena. La manera en que alguien puede expresarse con sinceridad por medio de una afición y la manera en que otra persona, sensible y curiosa, puede comunicarse con otra a través de una fotografía.

Pero Los tres días del cóndor no es un film romántico, aunque para mí también lo es. Ante todo, es una de las mejores películas de espionaje que he visto nunca. Con una trama muy inteligente y un enfoque directo, buscando la verosimilitud ante todo, el film posee un guión tan plausible y concreto que, a pesar de los recodos siempre oscuros y las derivaciones propias de este tipo de historias, nunca nos sentimos perdidos en la trama y ello ayuda sin duda a aumentar la complicidad con los personajes. Hay siempre una tensión subterránea que nos mantiene en vilo y lo mejor es que los protagonistas nunca se presentan como seres excepcionales y de ahí la credibilidad que trasmiten.

Siempre es de agradecer cuando se nos presenta una historia bien elaborada, con un guión inteligente y unos diálogos realmente hermosos. Pero quizá el aspecto que más me llamó la atención, después de la historia entre Redford y Faye Dunaway, es el personaje del asesino profesional que interpreta magistralmente Max Von Sydow. Estamos tan mal acostumbrados a que el cine nos presente asesinos descerebrados y majaderos, sanguinarios y crueles, tarados o reprimidos de la más variopinta ralea que al encontrarme de pronto con alguien tan cuerdo no puedo menos que sorprenderme y agradecerlo sinceramente. Sin duda, un golpe maestro más de esta película genial que hasta la última escena mantiene la emoción y no a base de casquerías varias, sino de una manera inteligente, siempre con la amenaza más que con el golpe directo, siempre planteando más preguntas que ofreciendo respuestas.

Y hablando de preguntas, el final del film nos plantea si la prensa tendrá suficiente poder para oponerse a las conspiraciones del gobierno y sus agencias, dejando la respuesta en el aire; respuesta que encontramos en Todos los hombres del presidente (Alan J. Pakula, 1976) con la investigación de los periodistas de The Washington Post que provocó la caída del presidente Richard Nixon.

Un film algo olvidado, seguramente desconocido en la actualidad para la mayor parte del público y que, sin embargo, contiene algunos de los momentos más hermosos y más inquietantes del cine de espías. O del cine a secas, porque Los tres días del cóndor termina por imponerse a géneros o modas y se queda en mi salón como una pequeña obra maestra intemporal y querida de un modo muy particular.

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