El cine y yo

Me resulta imposible imaginar mi vida sin el cine. De alguna manera me ha ido conformando en salas oscuras, donde el universo por entero brillaba ante mí y la realidad, la otra realidad, desaparecía milagrosamente para dar paso a una vida ilimitada. Al menos, cuando yo era niño era así.


Uno de los primeros recuerdos que tengo es de pánico y fascinación. La película se titulaba "Jerónimo" y yo tenía tres años. En un televisor en blanco y negro, con una imagen seguramente bastante pobre, aquella película me aterraba y me atraía en partes iguales, y yo sentía que estaba ante algo que me superaba. Desde entonces, mi vida y el cine han ido de la mano.


El cine me nutría de imágenes que abrían mi imaginación como quién abre una ventana a las montañas. El cine me proporcionaba una vida nueva infinita en aventuras y en heroicidades. El cine era un baúl, un escondite y una fuente. En el misterio estaba la plenitud.


El cine eran las sesiones de los sábados a las cuatro; eran las películas para adultos a las que accedíamos antes incluso de llegar a pisar la adolescencia, con el atractivo inmenso de todo lo prohibido; eran las fichas en cartulinas y los recortes de fotografías; eran los estrenos con colas interminables; era la conversación con aquella chica que me atrapó hasta hacerme olvidar donde estábamos... e incluso fue una declaración de amor.


No puedo imaginarme mi vida sin el cine. Nada sería lo mismo. Dejemos pues que pasen ante nosotros, en palabras, imágenes de toda una vida.

jueves, 29 de abril de 2010

La hija de Ryan



David Lean es uno de mis cineastas favoritos. Si bien su fama mundial se debe a tres superproducciones espectaculares (El puente sobre el río KwaiLawrence de Arabia Doctor Zhivago), solamente por Breve encuentro ya merecería figurar entre los mejores realizadores de la historia.
Quizá lo que distingue a Lean de otros directores es el toque personal que confiere a cualquier film y que podría resumirse en dotar a sus personajes de tal grado de profundidad sicológica que los convierte en seres extraños, complejos, nunca sencillos de valorar o clasificar. Y esto se encuentra, como no, en La hija de Ryan (1970).
La historia trascurre en Irlanda durante la Primera Guerra Mundial. Charles Shaughnessy, maestro de pueblo maduro y viudo, se casa con la joven Rossie, inquieta y curiosa jovencita que se siente atraída por el saber y el porte de Charles. Sin embargo, pronto comprobará el abismo que se extiende entre ambos, a causa de la edad, y comenzará a sentirse atrapada en una vida que no es la que desea.
Aparentemente, la película parece narrar una historia de amor más, una historia de pasiones y traiciones, pero con David Lean las cosas nunca son tan sencillas y siempre, rascando un poco, se van rebelando más y más estratos, casi hasta el infinito. Así, la trama se va enriqueciendo con la aparición de una serie de personajes extraños (el loco del pueblo, el amante de Rossie, el señor Ryan, ...), con la presencia constante y poderosa del cura del pueblo (un soberbio Trevor Howard) y el transfondo político de la resistencia irlandesa a la ocupación británica.
Como vemos, Lean repite aquí algunos de los temas recurrentes de su filmografía: un amor nada convencional y contra corriente (tema aparecido en Breve encuentro y en Doctor Zhivago); una trama política llena de aristas y siempre ofreciendo varios puntos de vista contradictorios (Doctor Zhivago y Lawrence de Arabia contaban con esta temática); protagonistas atormentados (aquí sería el oficial amante de Rossie, que nos lleva a pensar inmediatamente en Lawrence de Arabia). Con todo ello, Lean confecciona un film denso, repleto de detalles, frases, secuencias que no dejan indiferente. Por momentos el film se hace lento, tal vez porque David Lean quiere contar la historia a su ritmo, a su manera. Y eso es lo que le da la personalidad única a la película, lo que revela que se trata de un film de autor. Tal vez por ello el film no tuvo demasiado éxito, porque no pretende hacer concesiones al gran público. Estamos ante una obra personal, ante una serie de declaraciones o de caminos insinuados para que el espectador curioso vaya desbrozando con calma.
Sin embargo, mi impresión es que se trata de un Lean cansado o quizá sin la chispa que elevaba sus anteriores creaciones a la categoría de obras de arte, películas de culto. Aquí estamos lejos de ello. Ni los personajes ni los actores ni la historia, con ser todos ellos elementos válidos, llegan a alcanzar la cima, la excelencia. Hay momentos, es cierto, sublimes, pero son escasos y se pierden en un conjunto en general de alto nivel pero sin genio. Percibo calidad por los cuatro costados, pero como descolorida, casi cansina. Por ejemplo, la personalidad de algunos personajes queda algo desdibujada, se echa de menos una profundización mayor (estoy pensando en el cura o el amante de Rossie) y parece que Lean se pierde un poco entre la estética y la historia. Se puede tener la impresión que roza la superficie en muchos momentos y deja sin explotar todas las posibilidades de algunas situaciones. Incluso la relación de Charles y Rossie, eje de la trama, se muestra de manera un tanto fría, no sé si por la labor de Robert Mitchum (demasiado hierático para mi gusto) o por estar así pensado en el guión.
Un claro ejemplo de lo que comento estaría en la banda sonora. En los films antes mencionados (Lawrence de Arabia, Doctor Zhivago y El puente sobre el río Kwai) la música era sublime y contribuía a realzar el resto de elementos del film hasta lo excepcional. Aquí, la banda sonora llega a ser repetitiva y por momentos hasta tenemos la impresión de estar de más.
Con todo, el film está un paso por delante de la media. Porque se trata de la obra de un genio y, por defectos que pueda tener, eso se nota.
La película obtuvo dos Oscar, uno para John Mills como mejor secundario por su papel de tonto del pueblo, y otro a la mejor fotografía. A pesar de ello, la película no funcionó bien en taquilla y Lean pasó 14 años en blanco, hasta Pasaje a la India.

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