El cine y yo

Me resulta imposible imaginar mi vida sin el cine. De alguna manera me ha ido conformando en salas oscuras, donde el universo por entero brillaba ante mí y la realidad, la otra realidad, desaparecía milagrosamente para dar paso a una vida ilimitada. Al menos, cuando yo era niño era así.


Uno de los primeros recuerdos que tengo es de pánico y fascinación. La película se titulaba "Jerónimo" y yo tenía tres años. En un televisor en blanco y negro, con una imagen seguramente bastante pobre, aquella película me aterraba y me atraía en partes iguales, y yo sentía que estaba ante algo que me superaba. Desde entonces, mi vida y el cine han ido de la mano.


El cine me nutría de imágenes que abrían mi imaginación como quién abre una ventana a las montañas. El cine me proporcionaba una vida nueva infinita en aventuras y en heroicidades. El cine era un baúl, un escondite y una fuente. En el misterio estaba la plenitud.


El cine eran las sesiones de los sábados a las cuatro; eran las películas para adultos a las que accedíamos antes incluso de llegar a pisar la adolescencia, con el atractivo inmenso de todo lo prohibido; eran las fichas en cartulinas y los recortes de fotografías; eran los estrenos con colas interminables; era la conversación con aquella chica que me atrapó hasta hacerme olvidar donde estábamos... e incluso fue una declaración de amor.


No puedo imaginarme mi vida sin el cine. Nada sería lo mismo. Dejemos pues que pasen ante nosotros, en palabras, imágenes de toda una vida.

martes, 27 de abril de 2010

El puente sobre el río Kwai



Estamos ante la más atípica y la mejor película de guerra de la historia. Una obra de arte sin discusiones, como muy pocos serían capaces de realizar. De hecho, uno de los méritos más grandes de Lean es el haber sabido conjugar, en sus grandes producciones, toda la espectacularidad del cine clásico sin perder un toque personal, de cine de autor, que hace de sus películas un espectáculo irrepetible, grandioso y poético.

El centro de la historia es el sentido del deber, del honor, de un oficial británico ante las exigencias del coronel al frente del campo de prisioneros, obligado por las presiones de sus superiores a terminar el puente en los plazos previstos. Con el tiempo en su contra, el Coronel Saito quiere que todos los prisioneros, oficiales incluidos, trabajen en la construcción. Para el Teniente Coronel Nicholson eso es inadmisible, pues viola los acuerdos de Ginebra. Se entabla entonces una dura lucha entre los dos para imponer cada uno su postura.

Cuando finalmente Saito acabe plegándose a las condiciones impuestas por Nicholson para participar en la construcción del puente, la historia nos mete de lleno en la gran paradoja del film: Nicholson se siente obligado a terminar la obra en el plazo previsto. Es una cuestión de honor, ya que se ha comprometido a hacerlo, y una cuestión de orgullo, para demostrar a los japoneses cómo construyen los puentes los británicos y como prisionero de guerra no puede negarse a trabajar. Pero Nicholson está, de esta manera, ayudando al enemigo, facilitando sus comunicaciones, con lo directamente se le podría tachar de traidor a su país. Las preguntas que surgen son evidentes: ¿hasta qué punto debemos respetar la palabra dada si ello viola otros deberes?, ¿podemos traicionar lo más importante de uno mismo sin perder nuestra dignidad?, ¿dónde están los límites de la cordura y la sinrazón?.

El puente sobre el río Kwai (1957) trasciende así el marco de película bélica, resultando una profunda reflexión sobre los valores y las lealtades, los principios del hombre como individuo y sus obligaciones como miembro de un grupo social.

Lean nos ofrece esta inquietante disyuntiva en un marco de impresionantes imágenes de gran belleza, como la llegada de los prisioneros al campo, con la melodía mítica llenándolo todo. Prodigioso el ritmo narrativo, que permite un desarrollo fluido y lleno de interés durante los 161 minutos, que acaban por parecer hasta cortos, sumergidos como estamos en un espectáculo sobrecogedor. La contribución de los actores en ello es innegable. De Alec Guinness no cabe esperar más que una interpretación sublime, acorde con su conocido talento; pero es que descubrimos en Sessue Hayakawa a un actor sorprendente, creando un personaje espléndido en su angustia y soberbia.

No hay excusa posible para dejar de ver una maravilla épica de tales dimensiones y que ganó siete Oscars: mejor película, mejor dirección, mejor actor (Alec Guinness), mejor guión adaptado, mejor fotografía, mejor música y mejor montaje.


Como anécdota, recordar que los dos guionistas de la película estaban en la lista de proscritos por el Comité de Actividades Antiamericanas, por lo que no estaban en los títulos de crédito, con lo que el Oscar fue para el autor de la novela en que se basó la película, Pierre Boulle, que no había participado en el guión del film. Años después, Hollywood enmendó el error y entregó los Oscars a las viudas de los guionistas reales, Michael Wilson y Carl Foreman.

El puente sobre el río Kwai también fue el culpable del divorcio del director. David Lean estuvo tanto tiempo ausente de su casa por culpa del rodaje que su esposa lo acusó de abandono del hogar y se divorció de él.

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