El cine y yo

Me resulta imposible imaginar mi vida sin el cine. De alguna manera me ha ido conformando en salas oscuras, donde el universo por entero brillaba ante mí y la realidad, la otra realidad, desaparecía milagrosamente para dar paso a una vida ilimitada. Al menos, cuando yo era niño era así.


Uno de los primeros recuerdos que tengo es de pánico y fascinación. La película se titulaba "Jerónimo" y yo tenía tres años. En un televisor en blanco y negro, con una imagen seguramente bastante pobre, aquella película me aterraba y me atraía en partes iguales, y yo sentía que estaba ante algo que me superaba. Desde entonces, mi vida y el cine han ido de la mano.


El cine me nutría de imágenes que abrían mi imaginación como quién abre una ventana a las montañas. El cine me proporcionaba una vida nueva infinita en aventuras y en heroicidades. El cine era un baúl, un escondite y una fuente. En el misterio estaba la plenitud.


El cine eran las sesiones de los sábados a las cuatro; eran las películas para adultos a las que accedíamos antes incluso de llegar a pisar la adolescencia, con el atractivo inmenso de todo lo prohibido; eran las fichas en cartulinas y los recortes de fotografías; eran los estrenos con colas interminables; era la conversación con aquella chica que me atrapó hasta hacerme olvidar donde estábamos... e incluso fue una declaración de amor.


No puedo imaginarme mi vida sin el cine. Nada sería lo mismo. Dejemos pues que pasen ante nosotros, en palabras, imágenes de toda una vida.

miércoles, 21 de abril de 2010

El Padrino



Poco se puede decir de El Padrino (Francis Coppola, 1972) a estas alturas sin resultar repetitivo. Que es uno de los mejores films de la historia del cine resulta, para mí, algo evidente. Coppola tuvo el acierto de convertir esta película en todo un ícono del cine de gansters, la obra definitiva al lado de la cuál cualquier otra quedaría siempre por debajo. ¿Cualquier otra? Puede ser, salvo que esa otra también la firmara el mismo Coppola, como demostraría poco después con la segunda entrega de esta saga. Pero ese es otro tema.

Comienza 
El Padrino con un primerísimo plano y la cámara realiza un lento retroceso abriendo el plano con una elegancia magestuosa y así descubrimos al inmenso Marlon Brando capaz, como solo él podía conseguirlo, de crear con su interpretación y su caracterización un ícono imperecedero de la historia del cine. Ya no hay otra voz, otra mirada ni otro gesto que el suyo. Brando devora la pantalla. Brando glorifica el oficio de actor. Brando es un dios, eterno.

Y tras este arranque que nos presenta de golpe toda la filosofía y las reglas internas del mundo de la mafia, Coppola despliega todo su talento, que es muchísimo, en una puesta en escena perfecta, una banda sonora increíble firmada por Nino Rota, un ritmo preciso, un reparto sorprendente donde el mismo Coppola consigue imponer a los estudios a un casi desconocido Al Pacino y lanzarlo al estrellato, unos diálogos que se han ganado un hueco en la historia del cine, una violencia cruda y salvaje que sin embargo encaja en la historia y jamás resulta gratuita.


El Padrino tiene el mérito de no ser un mero film de gansters, una brillante película de acción para consumo de masas. El acierto de Coppola es la tremenda reflexión que plantea acerca del deber, el honor, la lealtad, el poder y sus servidumbres, la fuerza y el éxito y su infinitad soledad, la familia, las raices culturales o el progreso.


El Padrino es una obra inmensa, ostentosa, violenta y perfecta.

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