El cine y yo

Me resulta imposible imaginar mi vida sin el cine. De alguna manera me ha ido conformando en salas oscuras, donde el universo por entero brillaba ante mí y la realidad, la otra realidad, desaparecía milagrosamente para dar paso a una vida ilimitada. Al menos, cuando yo era niño era así.


Uno de los primeros recuerdos que tengo es de pánico y fascinación. La película se titulaba "Jerónimo" y yo tenía tres años. En un televisor en blanco y negro, con una imagen seguramente bastante pobre, aquella película me aterraba y me atraía en partes iguales, y yo sentía que estaba ante algo que me superaba. Desde entonces, mi vida y el cine han ido de la mano.


El cine me nutría de imágenes que abrían mi imaginación como quién abre una ventana a las montañas. El cine me proporcionaba una vida nueva infinita en aventuras y en heroicidades. El cine era un baúl, un escondite y una fuente. En el misterio estaba la plenitud.


El cine eran las sesiones de los sábados a las cuatro; eran las películas para adultos a las que accedíamos antes incluso de llegar a pisar la adolescencia, con el atractivo inmenso de todo lo prohibido; eran las fichas en cartulinas y los recortes de fotografías; eran los estrenos con colas interminables; era la conversación con aquella chica que me atrapó hasta hacerme olvidar donde estábamos... e incluso fue una declaración de amor.


No puedo imaginarme mi vida sin el cine. Nada sería lo mismo. Dejemos pues que pasen ante nosotros, en palabras, imágenes de toda una vida.

domingo, 2 de mayo de 2010

El crepúsculo de los dioses


Dirección: Billy Wilder.
Guión: Charles Brackett, Billy Wilder y D. M. Marshman Jr.
Música: Franz Waxman.
Fotografía: John F. Seitz.
Reparto: William Holden, Gloria Swanson, Eric von Stroheim, Nancy Olson, Lloyd Gough, Jack Webb, Fred Clark, Cecil B. DeMille, Buster Keaton, Anna Q. Nilsson, Hedda Hopper, H. B. Warner.

Joe Gillis (William Holden) es un guionista en horas bajas que no tiene dinero ni para pagar una letra del coche. Huyendo de unos acreedores, entra por casualidad en una vieja mansión habitada por una antigua estrella del cine mudo, Norma Desmond (Gloria Swanson).

Las películas de cine que hablan de cine siempre han tenido para mí un extraño encanto. Es como si alguien nos estuviera mostrando lo que ve reflejado de sí mismo en un espejo y nosotros, en un juego curioso, no supiéramos si lo que vemos es la realidad, su reflejo o lo que nos inventamos de ambos.

Wilder, en primer lugar, nos cuenta una historia sobre Hollywood, la fábrica de sueños y, al mismo tiempo, sepulcro de muchos de ellos. Sepulcro de viejos actores a los que el progreso y el tiempo (en este caso el paso del cine mudo al sonoro) ha dejado en la cuneta. Y Wilder nos los enseña sin tapujos, de una manera descarnada, casi cruel. No sólo vemos a Gloria Swanson como una mujer desequilibrada, lunática, perdida en un mundo irreal alimentado por su fiel sirviente Max (Eric von Stroheim) para protegerla de ella misma, sino que la fugaz aparición de Buster Keaton, Anna Q. Nilsson y H. B. Warner (haciendo de sí mismos) nos los muestra como personajes ruinosos por los que realmente sentimos verdadera lástima. El propio Holden no deja de referirse a esos amigos de la diva en términos despectivos.
Pero Hollywood también es tumba de recién llegados. Es el caso del personaje de Holden, a punto de regresar a su Ohio natal una vez malgastado su tiempo y su energía. O el caso también de la joven correctora que iba para actriz; la cuál, por fortuna, supo aprender a tiempo la lección y aceptar con dignidad su fracaso.
Pero para mí El crepúsculo de los dioses (1950) es mucho más. Porque, en realidad, Hollywood es el mundo. Y el film no deja de ser un viaje hacia las profundidades de ese mundo. Es una mirada sincera, pero sin maquillajes, sobre las debilidades, sueños y fracasos del ser humano. Y, por encima de todo, un retrato sombrío de la soledad. La vieja actriz añora sus años de gloria, porque añora en verdad el afecto del público, esa dosis diaria de cariño, de autoestima que, como una droga, se ha vuelto para ella imprescindible. Sin ella no es nada, un cadáver tal vez. Así lo ha comprendido el sirviente, enamorado aún de ella, que no repara en nada con tal de mantener viva una gota de esperanza que evite que su amada termine de hundirse para siempre. Precisamente esa abnegación y devoción del sirviente, sin esperanza ni recompensa posibles, es uno de los detalles más conmovedores y dramáticos de la película, por encima de la soledad de Norma Desmond.
Pero no es sólo el cariño de los fans, es el amor real, personal e intransferible lo que le falta a esta mujer. Así, ante la llegada de un hombre joven, atractivo, que parece escucharla, Norma no puede evitar enamorarse. Pero no se enamora en realidad de ese escritor cínico, arisco, esquivo e interesado. Ella, en su infinita soledad, es ajena a toda realidad. Inventa al hombre galante, educado, atento que necesita para sentirse mujer, persona, para sentirse viva. ¿Hasta cuándo podrá seguir ella sosteniendo esta farsa? Esa es la clave. Si pudiera vivir ese sueño eternamente... podría ser feliz.
Lo que en realidad hace de esta película algo grandioso e irrepetible es que nos está hablando de algo que nos afecta profundamente a todos, que entendemos porque cada uno de nosotros estamos expuestos al mismo dolor: la amenaza de la soledad, del abandono, pende sobre cada ser humano. Pero es que además, sabemos que lo que les sucede a los personajes del film es real, porque les sucedió realmente lo que se relata: el olvido de Swanson, de Buster Keaton, de Erich von Stroheim fue real. Lo que nos cuenta el film no es una mera ficción. De hecho, muchos personajes ni siquiera cambian sus nombres en el film y se interpretan a sí mismos.
Lo que nos lleva al aspecto interpretativo. Si William Holden resulta convincente, Eric von Stroheim sencillamente está perfecto, con ese porte solemne, hierático, noble. Y en cuanto a Gloria Swanson, está realmente soberbia dando vida a un ser atormentado, teatral, absurdo y ridículo, pero tremendamente frágil y vulnerable. El gesto grandilocuente, la mirada furiosamente demente nos hacen partícipes de todos los fantasmas que pueblan su mundo interior. Es imposible no conmovernos, no apiadarnos de ella, incluso (o quizá sobre todo) en la escena final: un prodigio de interpretación donde casi sentimos lástima de que aquello no fuera el palacio oriental y ella la reina de Saba.

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