Guión: Luis Buñuel y Julio Alejandro.
Música: Raúl Lavista.
Fotografía: Gabriel Figueroa (B&W).
Reparto: Claudio Brook, Enrique Álvarez Félix, Hortensia Santoveña, Francisco Reiguera, Luis Aceves Castañeda, Enrique García Álvarez.
Última película de Luis Buñuel en México, Simón del desierto (1964) no pasó del mediometraje por falta de presupuesto, pero aún así la propuesta está ahí y resulta bastante diáfana: una crítica en tono de comedia de los beatos, de las interpretaciones absurdas de la Biblia, de lo inútil de las penitencias, de la hipocresía de los hombres y mucho más.
Simón habita desde hace en años en el desierto, en lo alto de una columna, dedicado a rezar y renunciando a cualquier placer o lujo con el fin de alcanzar así el perdón y la misericordia divinas. Hasta él se acercan las gentes del pueblo en busca de milagros o de su bendición; sacerdotes que le aportan agua y algo de alimentos; su propia madre, que desea pasar sus últimos días cerca de su hijo y hasta el diablo que, en forma de hermosa mujer, intenta que flaquee en su penitencia.
Evidentemente, la película acusa el paso de los años, ya no solamente a nivel técnico, sino incluso por cierta ingenuidad en algunos momentos. Pero aún así, la historia, basada en una idea del propio Buñuel, conserva la lucidez de quién se cuestiona los mitos y las creencias de manera cínica e inteligente, sin dejar nada a salvo de una mirada incisiva y crítica.
Buñuel ridiculiza a los santones que, como el protagonista, buscan el perdón de un ser superior pero son incapaces de ayudar a su propia madre, mendiga de un mísero abrazo que su hijo le da a regañadientes. Tampoco Simón es muy indulgente con el sacerdote que se asea demasiado y no se deja barba, pues ello denota cierto apego por lo material. Lo absurdo de su penitencia llega a extremos tales que decide aumentar su sacrificio manteniéndose apoyado en una sola pierna. Pero la ridiculización de esta actitud de Simón es aún mayor cuando se para en medio de una oración por haber olvidado el texto o cuando se dice a sí mismo: "¡Me doy cuenta que no me doy cuenta de lo que digo!".
La escena del cura poseído blasfemando y el resto respondiéndole a coro y equivocándose o, sencillamente, no entendiendo ni lo que dice el blasfemo es soberbia. También la del milagro, con el hombre que recupera las manos y lo primero que hace es darle una torta a su hija y los que, esperando con ansia el milagro, se marchan sin darle la mínima importancia una vez realizado. Buñuel no sólo es implacable con la tontería humana, sino que hace gala de un agudo sentido del humor y un desenfado genial.
Una obra que, si en las formas no es nada especial, sí en cambio ofrece una visión muy crítica sobre la moralidad, la beatitud y toda la parafernalia de las religiones, más cercana a la estupidez de lo que podría creerse.
Última película de Luis Buñuel en México, Simón del desierto (1964) no pasó del mediometraje por falta de presupuesto, pero aún así la propuesta está ahí y resulta bastante diáfana: una crítica en tono de comedia de los beatos, de las interpretaciones absurdas de la Biblia, de lo inútil de las penitencias, de la hipocresía de los hombres y mucho más.
Simón habita desde hace en años en el desierto, en lo alto de una columna, dedicado a rezar y renunciando a cualquier placer o lujo con el fin de alcanzar así el perdón y la misericordia divinas. Hasta él se acercan las gentes del pueblo en busca de milagros o de su bendición; sacerdotes que le aportan agua y algo de alimentos; su propia madre, que desea pasar sus últimos días cerca de su hijo y hasta el diablo que, en forma de hermosa mujer, intenta que flaquee en su penitencia.
Evidentemente, la película acusa el paso de los años, ya no solamente a nivel técnico, sino incluso por cierta ingenuidad en algunos momentos. Pero aún así, la historia, basada en una idea del propio Buñuel, conserva la lucidez de quién se cuestiona los mitos y las creencias de manera cínica e inteligente, sin dejar nada a salvo de una mirada incisiva y crítica.
Buñuel ridiculiza a los santones que, como el protagonista, buscan el perdón de un ser superior pero son incapaces de ayudar a su propia madre, mendiga de un mísero abrazo que su hijo le da a regañadientes. Tampoco Simón es muy indulgente con el sacerdote que se asea demasiado y no se deja barba, pues ello denota cierto apego por lo material. Lo absurdo de su penitencia llega a extremos tales que decide aumentar su sacrificio manteniéndose apoyado en una sola pierna. Pero la ridiculización de esta actitud de Simón es aún mayor cuando se para en medio de una oración por haber olvidado el texto o cuando se dice a sí mismo: "¡Me doy cuenta que no me doy cuenta de lo que digo!".
La escena del cura poseído blasfemando y el resto respondiéndole a coro y equivocándose o, sencillamente, no entendiendo ni lo que dice el blasfemo es soberbia. También la del milagro, con el hombre que recupera las manos y lo primero que hace es darle una torta a su hija y los que, esperando con ansia el milagro, se marchan sin darle la mínima importancia una vez realizado. Buñuel no sólo es implacable con la tontería humana, sino que hace gala de un agudo sentido del humor y un desenfado genial.
Una obra que, si en las formas no es nada especial, sí en cambio ofrece una visión muy crítica sobre la moralidad, la beatitud y toda la parafernalia de las religiones, más cercana a la estupidez de lo que podría creerse.
No hay comentarios:
Publicar un comentario