El cine y yo
Me resulta imposible imaginar mi vida sin el cine. De alguna manera me ha ido conformando en salas oscuras, donde el universo por entero brillaba ante mí y la realidad, la otra realidad, desaparecía milagrosamente para dar paso a una vida ilimitada. Al menos, cuando yo era niño era así.
Uno de los primeros recuerdos que tengo es de pánico y fascinación. La película se titulaba "Jerónimo" y yo tenía tres años. En un televisor en blanco y negro, con una imagen seguramente bastante pobre, aquella película me aterraba y me atraía en partes iguales, y yo sentía que estaba ante algo que me superaba. Desde entonces, mi vida y el cine han ido de la mano.
El cine me nutría de imágenes que abrían mi imaginación como quién abre una ventana a las montañas. El cine me proporcionaba una vida nueva infinita en aventuras y en heroicidades. El cine era un baúl, un escondite y una fuente. En el misterio estaba la plenitud.
El cine eran las sesiones de los sábados a las cuatro; eran las películas para adultos a las que accedíamos antes incluso de llegar a pisar la adolescencia, con el atractivo inmenso de todo lo prohibido; eran las fichas en cartulinas y los recortes de fotografías; eran los estrenos con colas interminables; era la conversación con aquella chica que me atrapó hasta hacerme olvidar donde estábamos... e incluso fue una declaración de amor.
No puedo imaginarme mi vida sin el cine. Nada sería lo mismo. Dejemos pues que pasen ante nosotros, en palabras, imágenes de toda una vida.
Uno de los primeros recuerdos que tengo es de pánico y fascinación. La película se titulaba "Jerónimo" y yo tenía tres años. En un televisor en blanco y negro, con una imagen seguramente bastante pobre, aquella película me aterraba y me atraía en partes iguales, y yo sentía que estaba ante algo que me superaba. Desde entonces, mi vida y el cine han ido de la mano.
El cine me nutría de imágenes que abrían mi imaginación como quién abre una ventana a las montañas. El cine me proporcionaba una vida nueva infinita en aventuras y en heroicidades. El cine era un baúl, un escondite y una fuente. En el misterio estaba la plenitud.
El cine eran las sesiones de los sábados a las cuatro; eran las películas para adultos a las que accedíamos antes incluso de llegar a pisar la adolescencia, con el atractivo inmenso de todo lo prohibido; eran las fichas en cartulinas y los recortes de fotografías; eran los estrenos con colas interminables; era la conversación con aquella chica que me atrapó hasta hacerme olvidar donde estábamos... e incluso fue una declaración de amor.
No puedo imaginarme mi vida sin el cine. Nada sería lo mismo. Dejemos pues que pasen ante nosotros, en palabras, imágenes de toda una vida.
sábado, 22 de mayo de 2010
Matar a un ruiseñor
Atticus Finch (Gregory Peck) es un abogado viudo de Alabama, padre de dos niños pequeños, que se encarga de la defensa de un negro acusado de violar a una joven blanca. Estamos en la época de la Gran Depresión y en el Sur racista e ignorante, por lo que la defensa de un hombre negro es una tarea complicada y muy mal vista por la comunidad blanca.
Matar a un ruiseñor (Robert Mulligan, 1962) se basa en la novela de Harper Lee, ganadora del premio Pulitzer en 1961. Con esos mimbres, una parte importante del trabajo ya estaba hecha. Pero lograr una adaptación tan sobresaliente y conmovedora es mérito indiscutible de Robert Mulligan y del soberbio guión de Horton Foote, ganador del Oscar.
La historia se ve a través de los ojos de una niña, la hija pequeña de Atticus Finch, que ya de mayor recuerda una época de su infancia especialmente intensa. El personaje central de esos años es la figura de su padre, ejemplo de un hombre honrado e íntegro que trasmitirá esos valores a sus hijos.
La verdad es que Matar a un ruiseñor es una obra maravillosa, donde se tratan con delicadeza muchos temas cruciales, como la dignidad, el respeto, la crueldad, la mentira, el racismo, la ignorancia, ... Pero, sobre todo, el despertar a la vida de unos niños que tienen en su padre un modelo de persona íntegra y al que admiran con esa sencillez maravillosa de los niños.
El guión es un prodigio de trabajo bien hecho, con frases admirables y con una ternura y una sensibilidad realmente poéticas. Y se complementa a la perfección con una dirección magistral de Robert Mulligan, precisa, vigorosa y muy sobria. Una manera de dirigir bastante curiosa además, como en el caso del juicio y, en especial, cuando Atticus pronuncia el discurso final y donde Mulligan no muestra en ningún momento la reacción del jurado, sólo enfoca al abogado. Además, contamos también con una soberbia fotografía y una banda sonora maravillosa. Si a todo ésto le añadimos un excelente reparto, en especial Gregory Peck en estado de gracia, con un trabajo impresionante que le valió un merecido Oscar, y los niños, con unas interpretaciones de lo más naturales (Mary Badham fue nominada al Oscar), tenemos forzosamente que concluir que estamos ante un film grandioso dentro de su apariencia sencilla. La película también supuso el debut de Robert Duvall.
El film ganó un tercer Oscar por la dirección artística. Además, como curiosidad, añadir que el pequeño amigo de los hijos de Finch está inspirado en el mismísimo Truman Capote, amigo de Harper Lee, a la que contaba anécdotas de su infancia.
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