El cine y yo

Me resulta imposible imaginar mi vida sin el cine. De alguna manera me ha ido conformando en salas oscuras, donde el universo por entero brillaba ante mí y la realidad, la otra realidad, desaparecía milagrosamente para dar paso a una vida ilimitada. Al menos, cuando yo era niño era así.


Uno de los primeros recuerdos que tengo es de pánico y fascinación. La película se titulaba "Jerónimo" y yo tenía tres años. En un televisor en blanco y negro, con una imagen seguramente bastante pobre, aquella película me aterraba y me atraía en partes iguales, y yo sentía que estaba ante algo que me superaba. Desde entonces, mi vida y el cine han ido de la mano.


El cine me nutría de imágenes que abrían mi imaginación como quién abre una ventana a las montañas. El cine me proporcionaba una vida nueva infinita en aventuras y en heroicidades. El cine era un baúl, un escondite y una fuente. En el misterio estaba la plenitud.


El cine eran las sesiones de los sábados a las cuatro; eran las películas para adultos a las que accedíamos antes incluso de llegar a pisar la adolescencia, con el atractivo inmenso de todo lo prohibido; eran las fichas en cartulinas y los recortes de fotografías; eran los estrenos con colas interminables; era la conversación con aquella chica que me atrapó hasta hacerme olvidar donde estábamos... e incluso fue una declaración de amor.


No puedo imaginarme mi vida sin el cine. Nada sería lo mismo. Dejemos pues que pasen ante nosotros, en palabras, imágenes de toda una vida.

sábado, 8 de mayo de 2010

Las dos caras de la verdad



Martin Vail (Richard Gere) es un ambicioso abogado defensor de Chicago, al que le gusta la fama y la notoriedad; un triunfador que antiguamente había ejercido como fiscal del Estado. Cuando el arzobispo de Chicago es asesinado y la policía detiene al sospechoso, un monaguillo del arzobispo, Aaron (Edward Norton), Vail decide encargarse gratis de su defensa, sabedor de la gran repercusión del caso.

Las dos caras de la verdad (1996) tiene todos los elementos para resultar una buena película o, al menos, para resultar una opción muy interesante a priori. Cuenta con un buen reparto y la trama, con un crimen escabroso y el tema de un juicio por medio son una base excelente para construir una buena historia.

Y de hecho, la primera que vemos la película nos quedamos asombrados por un final sorprendente y una interpretación muy meritoria de un debutante: Edward Norton. Sin embargo, la sorpresa es la clave, por lo que cuando vemos por segunda vez la película y podemos valorarla más fríamente, sin el impacto del efecto sorpresa, la película empieza a mostrar sus carencias.

En primer lugar, deja demasiados cabos sueltos o es que quizá abarca alguna historia paralela que no aporta más que metraje a la cinta, pero sin enriquecerla necesariamente. Es el caso del mafioso que defiende Vail y que aparecerá mezclado con un político importante (John Mahoney) y con los negocios turbios del arzobispo. Es una historia que se queda corta y que da pie para una escena algo forzada en el juicio. Tampoco la relación pasada entre la fiscal (Laura Linney) y Vail resulta ya original; más bien suena a tópico muy gastado y como ni se define con claridad su antigua relación y las causas de la ruptura ni tampoco condiciona en nada el devenir de la película, acaba por ser algo más decorativo que sustancial.

Todo ésto no hace más que lastrar el ritmo de la película, distraer de lo que de verdad importaría: la inocencia o culpabilidad de Aaron y sus relaciones con su abogado. Pero es que lo que le interesa al director, Gregory Hoblit, es la traca final según se desprende de un desarrollo bastante anodino y sin demasiada sustancia.

Las comparaciones son odiosas, es cierto, pero al ver esta película no he podido dejar de pensar en Testigo de cargo (Billy Wilder, 1957), similar en cuanto al tema del juicio y del final inesperado, y comprobar como debe hacerse una buena película, cuidando todos los elementos, desde el comienzo hasta el fin.   

No hay comentarios:

Publicar un comentario