El cine y yo

Me resulta imposible imaginar mi vida sin el cine. De alguna manera me ha ido conformando en salas oscuras, donde el universo por entero brillaba ante mí y la realidad, la otra realidad, desaparecía milagrosamente para dar paso a una vida ilimitada. Al menos, cuando yo era niño era así.


Uno de los primeros recuerdos que tengo es de pánico y fascinación. La película se titulaba "Jerónimo" y yo tenía tres años. En un televisor en blanco y negro, con una imagen seguramente bastante pobre, aquella película me aterraba y me atraía en partes iguales, y yo sentía que estaba ante algo que me superaba. Desde entonces, mi vida y el cine han ido de la mano.


El cine me nutría de imágenes que abrían mi imaginación como quién abre una ventana a las montañas. El cine me proporcionaba una vida nueva infinita en aventuras y en heroicidades. El cine era un baúl, un escondite y una fuente. En el misterio estaba la plenitud.


El cine eran las sesiones de los sábados a las cuatro; eran las películas para adultos a las que accedíamos antes incluso de llegar a pisar la adolescencia, con el atractivo inmenso de todo lo prohibido; eran las fichas en cartulinas y los recortes de fotografías; eran los estrenos con colas interminables; era la conversación con aquella chica que me atrapó hasta hacerme olvidar donde estábamos... e incluso fue una declaración de amor.


No puedo imaginarme mi vida sin el cine. Nada sería lo mismo. Dejemos pues que pasen ante nosotros, en palabras, imágenes de toda una vida.

sábado, 1 de mayo de 2010

Las uvas de la ira



Que el cine norteamericano es, desde siempre, autocomplaciente no es decir nada nuevo. Basta ver como suele retratar el tema de la conquista del Oeste, por ejemplo, o cualquier conflicto bélico del siglo pasado, para comprender que, por encima de cualquier evidencia, las películas son ante todo un medio de ensalzar la cultura dominante, el llamado estilo de vida americano. Por ello no es raro comprobar los pocos films que se han atrevido a plasmar una de las páginas más tristes de la historia de Estados Unidos: la depresión surgida del Crac de 1929. Tan solo los films sobre la mafia y la ley seca rozan un poco el tema, pero sin dar detalles de la verdadera situación a nivel del pueblo llano.
No deja, pues de sorprender como un estudio, la 20th Century Fox, decidiera llevar a la gran pantalla la descarnada novela de John Steinbeck del mismo título publicada en 1939 y que retrataba muy fidedignamente la situación de las clase trabajadora en los peores años de la depresión y más en concreto de los campesinos de Oklahoma, desposeídos de sus tierras, y de su viaje en busca de trabajo a California como recolectores de fruta.
La elección de John Ford para dirigir el film fue sin duda uno de los grandes aciertos del estudio. Porque nadie como Ford para darle a la historia ese aire familiar, ese tono intimista, esa profundidad llena de matices dentro de una manera de filmar tan sencilla que podríamos pensar que está al alcance de cualquiera, cuando precisamente es esa la característica más personal de un director inimitable.
La uvas de la ira (1940) es uno de los films más negros, menos optimistas de Ford, quizá por retratar el desmoronamiento de una familia por la pérdida de la tierra, que daba sentido y cohesión a los Joad; y para Ford la familia, como se puede ver en muchas de sus películas, es uno de los pilares en que se asienta el ser humano; la familia y la tierra, como vínculos, elementos de referencia que nos definen, para bien o para mal. Las frases más hermosas del film son precisamente aquellas en que Jane Darwell, en el papel de Ma Joad, la madre que luchará por evitar el desmoronamiento del clan familiar, se lamenta de la pérdida de la tierra como origen de todas las desgracias que se abaten sobre su familia y la causa de que ya no encuentren un sentido, una raíz común que de continuidad e identidad al clan. Fruto de ese desarraigo, los hombres de la familia pierden las ganas y hasta la fuerza y será ella, Ma, la que en los momentos decisivos tenga que asumir las decisiones importantes. Y aquí está otro de los rasgos más característicos de Ford y es el papel decisivo que otorga en todos sus films a las mujeres, verdaderos baluartes, la roca firme que sostiene la casa cuando todo se desmorona. Pocas veces he visto un trato más respetuoso y agradecido hacia las mujeres en el cine, a menudo reducidas a un papel muy secundario. Claro está que la visión que el director tenía del papel de la mujer como centro y nervio de la familia corresponde, lógicamente, a una mentalidad hoy en día desfasada; pero que, salvado este detalle, no resta un ápice de sentido a la admiración de Ford por el papel de la mujer en la historia.
Sin embargo, el film no se limita a retratar la caída de esta familia de granjeros en su duro peregrinar en busca de un trabajo que les permita sencillamente subsistir; Ford nos hace un retrato muy crudo, sin medias tintas, de una sociedad al límite, donde la brutalidad dicta la ley; una sociedad en la que los hombres, llevados al límite de la supervivencia, pueden revelar lo peor que llevan dentro. Pero, a pesar del pesimismo imperante, Ford es una persona que confía por encima de todo en la bondad innata del ser humano. Y por eso, aunque la película muestre el alto grado de desesperación de los parados y sus familias, nos muestra como la generosidad y la solidaridad pueden obrar milagros. Es así como no renuncia a un mensaje de esperanza en la última secuencia del film donde es de nuevo Ma Joad la que tiene que tirar adelante, dando un poco de ilusión a su esposo en un futuro que sólo ella alcanza a ver.
Es increíble como Ford ha sido capaz, siempre, de sacar el máximo partido a los actores. El ejemplo más evidente es el de John Wayne, un actor normalito que, sin embargo, a las órdenes de este director alcanzaba sus mejores registros. En este caso tanto Henry Fonda (un actor que desde la austeridad logra interpretaciones totalmente realistas), principal protagonista de la historia, como el resto de actores (muchos de ellos totalmente desconocidos para mí) consiguen hacernos olvidar que estamos ante una obra de ficción. Jane Darwell, por ejemplo, hace una interpretación soberbia (que le supuso el Oscar a la mejor actriz de reparto), dotando a su personaje de una hondura y una ternura sorprendentes. Además, el estilo y el talento de Ford para expresarlo todo con los mínimos recursos obran el resto; por ejemplo en una de las escenas más hermosas y emotivas de la película, cuando Ma se prepara para abandonar su casa camino de California y está junto al fuego quemando todo aquello que no va a llevarse consigo; se dice más en esa secuencia, sin necesidad de diálogos, acerca del drama de esa mujer que con cualquier discurso. Soberbio también John Carradine en el papel de predicador que ha perdido la fe.
Pero la grandeza de Ford también reside en que en cualquiera de sus películas todos los personajes juegan un papel importante. Sus films tienen algo de obras corales, algo muy evidente en este caso, y es esto lo que confiere a sus obras un aspecto de algo completo, perfecto, acabado. Así, algunos de los momentos más dramáticos están a cargo de actores más que secundarios. Por ejemplo, la escena de los niños de uno de los campamentos mirando la sopa que prepara Ma para su familia o cuando un campesino destroza las ilusiones de sus compañeros al relatar como perdió a su familia por no poder encontrar trabajo allá en California o la escena de la llegada de los Joad a un campamento y como vemos la absoluta miseria y desesperación en los rostros de la gente que vive allí. Escenas donde queda plasmado el talento de Ford para expresarse con los mínimos elementos, demostrando poseer la rara habilidad de exprimir al máximo aquellos recursos expresivos propios del cine. Este sobresaliente trabajo del director se vio recompensado con un más que merecido Oscar al mejor director.
Sin duda, una de estas películas que contribuyen a engrandecer la historia del cine. Imprescindible.

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