Dirección: John Madden.
Guión: Jonathan Perera.
Música: Max Richter.
Fotografía: Sebastian Blenkov.
Reparto: Jessica Chastain, Mark Strong, Gugu Mbatha-Raw, Alison Pill, Michael Stuhlbarg, Jake Lacy, David Wilson Barnes, Dylan Baker.
Elizabeth Sloane (Jessica Chastain) es una implacable lobbista capaz de todo con tal de ganar. Un día, sin embargo, decide rechazar una propuesta ganadora del lobby armamentístico y pasarse al bando contrario para luchar por defender una ley que aumente los controles en la venta de armas.
El cine actual tiene mucho de fuegos artificiales, se trate del género que se trate. La base es crear espectáculo a toda costa, sin ningún límite, como demuestran sobradamente muchas películas de superhéroes o ciencia ficción. La clave parece residir en sorprender al espectador que después de más de un siglo de cine parece estar de vuelta de casi todo. Pero hay dos maneras de conseguir sorprendernos: a base de fachada, de fuegos artificiales, de trampas o de espectáculos visuales fascinantes pero con muy poco contenido o, por el contrario, recurriendo a historias profundas, con guiones sólidos e inteligentes. Esta segunda opción es la más complicada, de ahí que sea la que menos abunda.
El caso Sloane (2016) se posiciona claramente en la primera opción. ¿Es una mala película por ello?, no, la historia que nos cuenta tiene mucho de original y de sorprendente y está contada con evidente buen gusto, ritmo aceptable y una protagonista con el suficiente encanto y talento como para seducirnos con su trabajo.
El problema reside en que si nos paramos a analizar la historia resulta tan increíble que pierde su escaso poder de convicción. El argumento de El caso Sloane recurre a tantos engaños, trampas y trucos efectistas que ya a mitad de la cinta estaba cansado de tanta manipulación. Es verdad que el desenlace guarda lo mejor del arsenal para dejarnos, o pretenderlo, de nuevo con la boca abierta en un más difícil todavía. El problema es que ya estamos tan castigados por este tipo de engaños que asistimos con cierta resignación al último truco. Está bien, han tramado un bonito final, son la mar de listos, pero es todo humo y no es suficiente, al menos para mí.
Y el colmo es que, tras esa imagen de modernidad, de transgresión o de denuncia vuelven a asomar las viejas reglas de moralidad de siempre que obligan a castigar a la heroína porque ha ido demasiado lejos y no puede terminar sin punición, aunque ésta sea ligera, casi intrascendente ante la lección suprema: Elizabeth ha aprendido de sus errores y se ha regenerado, ha salvado su alma, es buena persona finalmente. Y de nuevo me resulta increíble, como si alguien que han descrito durante dos horas como implacable, astuta, ambiciosa e insensible de pronto viera la luz, tuviera una revelación y diera la vuelta a su vida como a un calcetín.
Se puede argumentar a favor de la película su denuncia de la corrupción política, de los sobornos de los lobbies más poderosos que compran voluntades y votos a su antojo. Se puede también valorar el mensaje de la lucha de David contra Goliat, y su victoria, como que aún hay esperanza en este mundo para las causas perdidas. O que el bien termina venciendo, incluso con alguien como Elizabeth Sloane. Podemos quedarnos con el mensaje positivo que se desprende finalmente de todo esto. Pero el problema es que todo el entramado de El caso Sloane es tan rebuscado, llevado tan al límite, que hace que resulte tremendamente dudoso.
La película está concebida como mero espectáculo y eso se percibe en cada momento, con lo que sabemos que estamos ante un producto de laboratorio, pretencioso pero muy simple, calculado para mantenernos a la expectativa y jugárnosla cuando menos se espera.
Lo peor es que buena parte de la crítica acepta estos productos no solo sin pestañear, sino que incluso encuentran razones para alabarlos. Hemos caído tan bajo que el tuerto reina sin oposición.
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