Dirección: Woody Allen.
Guión: Woody Allen.
Fotografía: Vittorio Storaro.
Reparto: Kate Winslet, Justin Timberlake, Juno Temple, Jim Belushi, Jack Gore, Max Casella, David Krumholtz.
Carolina (Juno Temple) ha dejado a su marido, un gángster, y busca refugio junto a su padre, Humpty (Jim Belushi), que trabaja en el parque de atracciones de Coney Island. A pesar de que éste ha renegado de ella, termina por ayudarla.
Parto de la base de que mi opinión sobre Wonder Wheel (2017) no puede ser objetiva por la devoción que siento por Woody Allen, un director que me ha fascinado con sus comedias y que cuando, como en esta ocasión, se desliza hacia el drama me sigue demostrando que es uno de los directores más fascinantes de la historia del cine.
El talento de Woody Allen para contar una historia no deja de sorprenderme. Sus relatos parecen como trozos elegidos al azar de la vida de sus protagonistas, como si de repelente posaran para una foto que inmortalizara un momento concreto de sus vidas, que seguirán cuando termine el relato, como un río que cruzamos y vemos bajar desde el pasado y contemplamos proseguir sin detenerse.
Pero esos retazos de vida no son banales, cuentan siempre algo, a veces anecdótico, a veces gracioso y otras, como ahora, tremendamente triste.
Wonder Wheel se centra en Ginny (Kate Winslet) y Humpty, un matrimonio imposible de una mujer que ha desperdiciado sus esperanzas y un hombre alejado de su hija, casado de nuevo tras perder a su primera mujer, y que se consuela con la bebida, a pesar de que lo vuelve violento. Humpty encuentra una esperanza con la repentina llegada de su hija, a la que acaba perdonado sus errores para volcarse en ella, intentando darle un futuro mejor. Al fin parece tener algo hermoso por lo que luchar.
Para Ginny la esperanza se llama Mickey (Justin Timberlake), un socorrista con el que empieza una aventura que irá ganando fuerza con el tiempo, una tabla de salvación. Pero por desgracia para Ginny, Mickey se enamorará de Carolina nada más conocerla y ahí comenzará a gestarse la tragedia, cuando Ginny no pueda aceptar los hechos.
Woody Allen siempre tuvo mucho cuidado con la puesta en escena, a veces recurriendo al blanco y negro, otras recreando con mimo épocas pasadas. Es lo que sucede ahora, con una ambientación perfecta en los años 50, cuando transcurre esta historia, a la que se añade una hermosísima fotografía a cargo de Vittorio Storaro que, además de proporcionarnos escenas realmente bellas, está utilizada también como medio expresivo, de manera que vemos una alternancia de tonos, rojizos o azules, en función del estado de ánimo de los personajes, que se utilizan con elegancia, de manera que complementan el relato de manera armónica.
Del mismo modo que la banda sonora resulta también un elemento clave a la hora de componer el discurso, que es de una belleza cautivadora mientras que la historia se va volviendo cada vez más sombría; pero la elegancia del director de nuevo es sorprendente: no se recrea en el drama, incluso el destino de Carolina no se muestra explícitamente, es algo que adivinamos sin esfuerzo, quizá de un modo aún más doloroso. Woody Allen nos demuestra que la elipsis, tan en desuso actualmente, sigue siendo un recurso poderoso, pues la imaginación siempre abarca más que una simple imagen.
El dolor del relato por lo tanto no reside en lo que vemos, sino en lo que adivinamos, no solo en hechos, sino en el drama interior de los personajes. No es lo que dicen, a veces meros discursos que solo intentan disimular la verdad, sino lo que comprendemos que sienten: el dolor de unas vidas fracasadas, las esperanzas rotas, la impotencia, la lucha contra la resignación, los sueños que están ahí pero que no acaban de concretarse, la felicidad que te esquiva sin compasión.
Ginny se ha comportado mal, terriblemente mal y no parece arrepentida. Pero nos apiadamos de ella, ha cavado una tumba de la que nadie ni nada podrá salvarla. La rutina volverá lentamente, con un marido que depende de ella pero al que no ama y que no sabe amarla tampoco, con un hijo (Jack Gore) incorregible cuyo futuro también se presenta cargado de nubarrones. El drama es la cotidianeidad, el vacío y para Ginny, además, un acto ruin que ha arruinado su presente y pesará sobre ella toda su vida.
Wonder Wheel es un film profundo, certero, una visión de la existencia sin maquillaje, dolorosa no por un dramatismo artificioso, teatral, sino porque expone algo que resulta tan real que no deja ni un resquicio para la ilusión o para la esperanza. Porque la vida es así, no suele haber finales de película.
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